martes, 30 de septiembre de 2008

"Manito"

Erdosain disminuyó la velocidad del automóvil a medida que se acercaba al puesto fronterizo. Con las manos temblorosas silenció la radio y tal como lo exigía un cartel, apagó las luces exteriores y encendió las interiores. Comenzó a sudar. Por un momento pensó en girar a la izquierda y volver a la ciudad, pero supo que no era una buena idea.
En el motel “El Paso” los cuerpos desnudos todavía estaban tibios, y la sangre se escurría entre los flecos de la alfombra. Las sábanas revueltas, el cenicero atestado de colillas de cigarrillos y restos de marihuana, uno de los veladores caído en el piso y el agua de la ducha que seguía corriendo.
Ya era tarde. Aquella maniobra podría llamar la atención de la policía. Se secó la transpiración de la frente y sacó del bolsillo de la camisa el pasaporte y la libreta de conducir.
Cuando Erdosain, su novia y su hermano llegaron a México, una valija con cinco kilos de cocaína los esperaba a cambio de unos cuantos manojos de dólares. La transacción se realizó una noche estrellada en un desarmadero de autos en las afueras de la ciudad de El Paso. Todo transcurrió según lo pactado y los mexicanos apenas si constataron que los dólares fueran verdaderos; hacía tiempo que negociaban con Erdosain y confiaban en él.
Revisó su aspecto en el espejo retrovisor del Camaro y se peinó con la mano el flequillo que le caía sobre los ojos. Tenía dos autos delante. Tamborileaba con los dedos sobre la luneta del coche. Una vez que el primero de los automóviles arrancó, acomodó la imagen de la Virgen de Lourdes que tenía enganchada en el cubre-sol y puso primera.
A diferencia de otros viajes, decidieron quedarse más de una noche del lado mexicano para disfrutar de la fiesta de la Virgen de Guadalupe, un despilfarro de tequila, mezcal, tacos, música y gritos. Bailaron y bebieron hasta las tres de la madrugada e inhalaron cocaína a hurtadillas de la muchedumbre. Erdosain se perdió por un momento en una esquina para orinar contra una pared, y al volver al sitio adonde había dejado a su hermano y a su novia, sintió que se miraban distinto, que se reían diferente. Se detuvo en la sonrisa de ella, como lo hizo la noche de la fiesta en la que se conocieron. Sus labios lo habían deslumbrado, como el brillo de su mirada mientras le hablaba. Aquella primera charla y el vestido negro que llevaba puesto, el primer beso, la lengua en su boca, la suavidad de su espalda y la generosidad de sus caderas.
Al conductor de adelante lo hicieron bajar del auto para que abriera el baúl. El oficial a cargo le pidió que sacara la caja de herramientas y que retirara la rueda de auxilio; levantó la alfombra y revisó cada rincón. Erdosain se secó la transpiración de la frente con la manga de la camisa.
Fue a comprar unos tragos a una barraca con aquel recuerdo vívido en la memoria: el vestido en el piso a un lado del sofá, el cabello cayéndole sobre los pechos y su figura meneándose encima de él.
- ¿Qué quiere tomar, señor?
Erdosain reaccionó y le pidió dos tequilas. Abriéndose paso entre la gente volvió en búsqueda de su hermano y su novia; no los encontró. Caminó dando empujones a quien se le pusiera delante hasta que una mujer lo insultó y de un manotazo le tiró los dos tragos. En puntas de pie miró por sobre las cabezas del gentío y finalmente divisó el sombrero tejano de su hermano. Se orientó y regresó a la barraca a buscar nuevos tragos y, algo más tranquilo, fue al encuentro de sus acompañantes.
Cuando el auto de adelante arrancó, Erdosain se puso a la altura de la ventanilla y extendió su mano con los documentos. El oficial lo miró a los ojos y le preguntó de donde venía.
- De la fiesta de Guadalupe, me vuelvo a mi casa.
Una vez que estuvieron los tres juntos y bebieron los tragos, Erdosain les aconsejó regresar al motel para descansar antes de volver a los Estados Unidos, pero ellos quisieron seguir bailando un poco más, y le pidieron que no fuera aguafiestas. Erdosain simuló una sonrisa e intentó torpes pasos de baile. El sofá, la imagen de ella a contraluz y el grito final desgarrado de ambos. La miraba bailar y no podía quitar aquellos recuerdos de su mente. La tomó de un brazo, a su hermano le hizo un gesto con la cabeza y los tres comenzaron la caminata hasta el auto para volver al motel.
- Suéltame, me estás lastimando.
- Discúlpame, no me di cuenta.
- Siempre el mismo.
- Señor, hágame el favor de bajar del coche.
En el viaje hasta el motel nadie habló; al llegar, la novia de Erdosain fue directo al toilette y abrió la ducha para tomar un baño. Su hermano se sirvió una botellita de whisky del frigobar y tomó la maleta con los cinco kilos de cocaína de abajo de la cama matrimonial.
- Devuélveme eso, es hora de guardarlo, ya se acabó la fiesta. Ve a tu cuarto –le rezongó -, voy a guardar la maleta, a cargar gasolina y vuelvo –le avisó a su novia.
Ella, desde la ducha, ni le contestó.
Él bajó hasta el estacionamiento mientras su hermano se iba a su habitación. Levantó la rueda de auxilio en el baúl y con un destornillador hizo palanca para abrir un doble fondo que allí había soldado. Guardó la maleta, bajó la placa de metal y colocó de nuevo el auxilio en su lugar. Con la radio a todo volumen se dirigió hasta la gasolinera más cercana, que estaba a seis kilómetros. Una vez en su cuarto, su hermano se dio cuenta que se había olvidado el sombrero en la otra habitación y regresó a buscarlo.
En la gasolinera, Erdosain pensó en tomarse una cerveza allí sentado, pero cuando tuvo la lata en su mano recordó la escena de la señora que le tiró los tragos, la muchedumbre, el sombrero de su hermano y el enojo de su novia cuando la tomó del brazo. Pagó la cerveza, la gasolina y se subió presuroso a su coche. Ya en la ruta, extrajo de la guantera su Colt 45, verificó que estuviera cargada y le puso un silenciador. El vestido negro, la mirada de su novia, aquel cuerpo desnudo y la cara de su hermano sonriendo en la fiesta. Hurgó en un bolsillo de su pantalón por una nueva dosis de cocaína y cuando estuvo a cien metros del motel desaceleró para que no notaran su arribo.
El oficial del puesto fronterizo, ni bien Erdosain bajó del auto, le pidió que apoyara las manos en el techo y lo palpó de armas; luego se introdujo en el automóvil para revisar la guantera y debajo de los asientos. Después, le solicitó que abriera el baúl.
Subió sigilosamente la escalera y frente a la puerta de la habitación del hermano acercó su oreja para escuchar si había música. Cuando comprobó que estaba en absoluto silencio se sacó el revolver de la cintura y de una patada abrió la puerta de su cuarto. Al verla desnuda, sentada sobre su hermano, no titubeó y le disparó dos tiros en la espalda. El hermano instintivamente se sacó el cuerpo de encima e intentó frenar el impulso de Erdosain con la palma de su mano extendida. Erdosain le pegó un tiro certero en la frente, luego se acercó al cuerpo de ella, que había caído al piso, y le cerró los ojos. A su hermano, apenas lo miró. En el viaje hasta la frontera tomó la última dosis de cocaína que le quedaba a mano y detuvo el auto en la banquina, en un pequeño puente que pasaba sobre un río: allí arrojó su Colt 45 y la bolsa donde tenía la cocaína.
Erdosain disminuyó la velocidad del automóvil a medida que se acercaba al puesto fronterizo. Con las manos temblorosas silenció la radio y tal como lo exigía un cartel, apagó las luces exteriores y encendió las interiores. Comenzó a sudar. Por un momento pensó en girar a la izquierda y volver a la ciudad, pero supo que no era una buena idea.
El oficial revisó con su linterna el baúl y le pidió que sacara la rueda de auxilio; levantó la alfombra y pasó el haz de luz sobre la superficie metálica. “Está bien, puede seguir” le dijo.
Erdosain se subió al auto, encendió la radio y continuó el camino de vuelta.

martes, 26 de agosto de 2008

El gordo

La ambulancia no debe haber tardado mucho en llegar, pero a mí me pareció una eternidad. El dolor cerca del brazo izquierdo era punzante y continuo, y las pastillas que me había recetado la doctora no me hacían nada. Al principio pensé que habían sido los ravioles con estofado los que me habían caído pesados, pero enseguida me di cuenta de que era algo más jodido. Mi cuñada me convenció de llamar al hospital, y finalmente llegaron. Para subirme a la camilla se las vieron bravas los muchachitos; uno era tan flaco que parecía que los pómulos se le iban a salir de la cara y el otro, que venía mejor de músculos, mañero, supo cómo trasladar mis ciento cincuenta y dos kilos desde el sillón donde estaba recostado
En la puerta de casa, además de mi hermano y mi cuñada, me pareció ver a la vecina de enfrente, que en cuánto vio la luz de la sirena debió salir corriendo de su chalet para enterarse a quién le había tocado esta vez. Muchos viejos vivíamos en el barrio y cada dos por tres las ambulancias andaban a toda máquina por las calles, y la vecina de enfrente salía enseguida para ver dónde se estacionaba. Desde el ventanal del kiosco yo también podía ver todo lo que pasaba en la cuadra.
Me pareció que mi cuñada lagrimeaba y a pesar del malestar pude ver cómo la codeaba mi hermano. Cuando me acomodaron en la parte de atrás de la ambulancia me sentí un poco más relajado, quizás por la mascarilla de oxígeno, pero el dolor continuaba allí, agudo. En la primaria, una vez había tenido un dolor similar, justo después de unos ejercicios que nos hizo hacer la profesora Helena. Qué linda era, con su pantalón azul ajustado y su chomba blanca, con el pelo rubio largo hasta la mitad de la espalda sujetado siempre con hebillas de colores. Mi vieja decía que se hacía la pendeja, bah, a mí me gustaba igual. Lástima que a partir de cuarto grado nos pusieron al Profe González, que insistía en que yo también podía esforzarme y hacer los ejercicios que hacían mis compañeros. Con mi panza no estaba para andar dando vueltas carnero o hacer medialunas; las únicas medialunas que yo conocía bien eran las de manteca que hacía mi abuela. Que suerte tuvo la abuela, el corazón le dijo basta y se fue dormida sin enterarse.
No llegábamos más al hospital. Tenía razón mi hermano. Parte de lo que sacaba en el kiosco tendría que haberlo destinado a una pre-paga; seguro que la ambulancia hubiese tardado menos, y la clínica “Santa Rosa” quedaba mucho más cerca que el hospital. Cómo chillaban esas sirenas, me taladraron los oídos. Parecían los gritos de mi vieja cuando me encontraba con la cuchara sopera dentro del frasco de dulce de leche, y eso que mi papá le decía que me dejara en paz. ¿Qué habrá sentido el viejo antes de morirse? ¿Habrá pensado en mí? Yo sí que le daba laburo, pero era gaucho el viejo. El día que estuvo diez puntos fue cuando le arregló la bicicleta a Lucrecia, mi compañerita de sexto grado. Le dijo gracias y se fue sin mirarme, y yo que no le podía sacar los ojos de encima. Tenía el pelo negro, los ojos verdes como esmeraldas y un montón de pequitas en la nariz. Pero claro, no se iba a fijar en el gordito de la clase; ella estaba más al alcance de Nico Giménez, que podía dar hasta dos saltos mortales sin que nadie lo ayudara, o de Matías Teodorozzi, que siempre se sacaba diez en matemáticas.
La doctora que vino en la ambulancia fue tan dulce conmigo; no sé si por lo gordo, lo viejo o lo mal que me vio, pero no me soltó la mano en ningún momento. Es tan lindo que a uno le sostengan la mano, a pesar de que la tenga arrugada, regordeta y llena de venas azules y verdes. Esa sensación de que uno tiene alguien al lado, que puede contenerlo, o simplemente escucharlo, o apenas eso, tenerlo al lado. Si me hubiera casado quizás no me hubiese llamado tanto la atención ese gesto, pero en la soledad en que viví, a pesar de la compañía de mi hermano, mi cuñada y mis sobrinos, que se casaron y se fueron, un gesto de esos se hace notar.
Cuando llegamos a la guardia del hospital y abrieron las puertas de la ambulancia me bajaron tan rápido que casi me caigo de la camilla. Me pareció, por los gestos, que a mi hermano y a mi cuñada les dijeron que sólo podía pasar uno; atravesamos una cortina de cuerina marrón y me dejaron, con una nueva mascarilla de oxígeno, hasta que vino el doctor y mandó a la enfermera a pincharme el brazo para ponerme un suero. El dolor seguía ahí, clavado cerca de mi brazo izquierdo. Pensar que en la secundaria no me ganaba nadie pulseando, ni con el derecho ni con el izquierdo. Los aniquilaba en dos segundos, a Giménez, a Teodorozzi y al que se me pusiera enfrente, pero las pibas mucho no se fijaban quién ganaba las pulseadas, y menos si sabían que las ganaba el gordo del aula. Ellas estaban más preocupadas por la ropa, los peinados o por la música que les gustaba a los chicos, que creo me vieron bailar dos veces en su vida: en la fiesta de quince de una compañera (que como la madre era prima segunda de mamá no tuvo otra que invitarme) y en la fiesta de graduación de quinto año, donde me agarré un pedo bárbaro y terminé encerrado en el baño aspirando el puf porque no me daba el aire.
Aire. Eso es lo que sentía que me faltaba, a pesar de la mascarilla. Cuando volvió el médico me tranquilicé. Preguntó mis signos vitales, dio algunas indicaciones y se fue apurado a ver a uno que, me pareció escuchar, se había accidentado con una moto. Nunca me pude comprar la moto. Mi hermano siempre me decía que me dejara de joder, que no había moto que me aguantara, y además nunca tuve la guita. Yo laburaba con mi hermano en el kiosco que él tenía en el frente de su casa. Cuando mis viejos murieron me fui a vivir a lo de mi hermano, que vivía con mi cuñada y mis dos sobrinos. El “coskio”, como le decía yo, fue mi salvación; ahí me podía hacer unos mangos para mis cosas y para ir a la cancha los domingos, que era mi entretenimiento. Salir, no salía mucho. Los kilos de más hacía un buen tiempo me habían excluido de los cines, y además tampoco me daban muchas ganas En la esquina ya no paraban los muchachitos, que cuando eran todavía pibes me amenizaban la tarde con sus historias de peleas en los bailes o sus nuevos romances. Se habían casado, tenían hijos y algunos hasta nietos. Desde hacía un tiempo eran las vecinas y sus chismes quienes convertían en más liviano el paso del tiempo, y el doctor que no volvía.
El dolor se corrió hacia el centro del pecho y con una mano apenas pude pedirle a mi hermano que le avisara a la enfermera. Vino corriendo, y corriendo fue a buscar al doctor, que en cuanto llegó me comenzó a hacer presión con las dos manos contra el pecho. Resucitación no sé cuánto, lo llamaban. ¿La hubieran salvado a la abuela haciéndole aquello? Con el pensamiento le decía: apriete más fuerte, doc. Pobre mamá, no le pude terminar siquiera el secundario, y ni hablar de darle nietos. “Apriete más fuerte”, pero no hubo caso, los abuelos y los viejos me estaban esperando.

miércoles, 23 de julio de 2008

Salvador

Las nubes avanzaban sobre el cielo del barrio y ella, con la mirada perdida en la ventana, clavó de punta el cuchillo en la mesada de madera. El aire, impregnado por la cebolla fresca recién cortada, estaba denso. Hacía una semana que llovía y la casilla comenzaba a oler a la humedad del piso de tierra.
Se secó las manos en el jogging ajado de algodón y abandonó sus tareas. Sentada frente a la mesa tomó una birome y una hoja que sus hijos habían garabateado y comenzó a trazar círculos en el papel. Se insultó a sí misma por no saber escribir. Quería decirle algo a su marido, y no sabía cómo.
Llegaría al mediodía, cansado y hambriento, después de haber vendido los cartones y los hierros. La noche anterior no había sido fácil. Una discusión casi sin sentido había provocado nuevos golpes, frente a la mirada impávida de sus cuatro hijos.
Con angustia y resignación siguió preparando la salsa con los tomates maduros que en una verdulería le vendían a buen precio. El recuerdo de su infidelidad aún la atormentaba. Salvador había sido para ella un buen hombre, que la quiso bien, y en reiteradas conversaciones le había sugerido que se separara. Nunca escuchó esas referencias a su matrimonio. Las represalias que sufriría no le habían permitido pensar seriamente esa posibilidad. Desde que el marido había perdido su último trabajo se había entregado al alcohol y ella era la víctima de su violencia y sus reproches.
A través de la lluvia que comenzó a caer, advirtió por la ventana que su marido se aproximaba al trote con su carro a cuestas. El crepitar del tomate natural en el aceite caliente la hizo reaccionar y puso una olla con agua sobre la boca libre del anafe. Cuando la puerta se abrió, comenzó a temblar, pero eran sus hijos que habían regresado de la escuela. Mientras les sacaba los guardapolvos mojados, él irrumpió en la casa.
-¿Todavía no está la comida lista, qué carajo hacés toda la mañana?
Pensó en contarle que había estado lavando su ropa y la de los chicos, y que había acomodado las sábanas y frazadas sobre las camas, pero una vez más optó por callar y echó los fideos al agua. Todos se sentaron a la mesa con la tenue luz que entraba por la ventana y un foco desnudo como única iluminación; apenas los colores de la ropa húmeda que colgaba de una cuerda le daban vida al lugar. Los niños hablaban bajo para no poner de mal humor a su padre y ella, que se sentaba a la mesa una vez que todos se habían levantado, les pidió al oído que comieran, mientras les acariciaba la cabeza.
Después del mediodía, él aprovechó que la lluvia se detuvo y tomó de nuevo su carro en busca de material que le sirviera como sustento a su familia. Besó a cada uno de sus hijos y se marchó. Los chicos se pusieron unas botas de goma que a su padre le habían regalado en los barrios altos y se fueron a jugar con sus amigos.
Nuevamente sola, con los trastos por lavar y la tarde por delante, rememoró aquellas aventuras con Salvador, que habían nacido con unas bromas en la puerta del colegio de los chicos; en aquellas caminatas los chistes la distraían del oprobio que padecía en su casa. Entre risas y miradas, se generó algo espontáneo, natural; hasta un mediodía en que los chicos doblaron en una esquina y él le robó los primeros besos.
Se cambió de ropa para ir al mercado con el dinero que su marido había ganado esa mañana y cuando estuvo en ropa interior cerró los ojos y recordó las caricias del amante, y sus consejos. La figura de Salvador tendido en el piso, bañado en sangre, con su marido parado al lado del cadáver, interrumpió las sensaciones gratas. Abrió los ojos para desterrar aquella imagen de su mente y respiró hondo. Tomó el dinero y cerró la puerta de chapa.
-Qué cara, mujer, ¿qué te pasa? –le preguntó una vecina.
- Nada, el Quique no me anda bien en el colegio.
Las respuestas evasivas le permitieron volver rápido a casa, con el paso raudo para evitar que la sorprendiera una nueva lluvia; el cielo seguía amenazante y cubierto por nubes obesas. Sus pensamientos continuaban teñidos de rojo sangre y sus puños tensos sostenían las bolsas del mercado.
Amenizó la tarde con unos mates y pan tostado del día anterior, y aguardó sentada a su familia con la vista fija en la ventana y en el cuchillo que allí había dejado clavado. Cuando sus hijos volvieron de jugar los mandó a casa de su madre. Les prometió que más tarde los iría a buscar. Recogió su cabello, se puso una gorra y en la oscuridad de la noche tomó el camino inverso que su marido recorría desde la estación de trenes hasta su casa.

martes, 8 de julio de 2008

Pasiones

La oportunidad de salir con una mina así no se te presenta todos los días, no la podés dejar pasar. Es como tener el campeonato al alcance de la mano y que se te escape; y cuando uno no sale campeón, el trofeo a la larga se lo lleva otro. Andá para adelante, mandá todo el equipo al ataque sin preocuparte por el contragolpe; si estás tan seguro que ella te dio calce, no tengas miedo.
La noche previa concentrás en tu casa para estar bien descansado. Una buena ducha, y con lo mejores botines y la mejor pilcha, la pasás a buscar por la vuelta de la casa. Ya sé que con el viejo alguna vez tuviste una agarrada y te sacó amarilla, pero la que quiere tumulto, según me dijiste, es ella, así que a quejarse al cuarto árbitro.
En serio, Marcelo, imaginate los comentarios en el barrio; salís en la tapa de todos los diarios: “El “Chelo” campeón de América”, porque más que campeonato local, levantarse a la Claudia es ganar la Libertadores. Desde el bar, vos sabés, la barra te va alentar; vamos a estar expectantes de enterarnos que hubo grito de gol. No seas pavote. Gambeteá tus inseguridades, tirale un caño a tus dudas y encará hasta el área rival; si las cosas son como vos decís, no podés perder.
Una vez que estés en la cancha, relajate, tampoco es cosa de quedar en offside, pero siempre mirando el arco de enfrente, con la valla contraria entre ceja y ceja, con un único objetivo: desparramar buen fútbol por todo ese campo de juego sin estrenar, que todavía no sabe de alegrías ni decepciones.
Nada de tirarle de la camiseta como un desesperado: un foul en mitad del partido te puede dejar sin posibilidades; tampoco es cosa de tirarse a los pies a los cinco minutos. Todo tiene que transcurrir naturalmente. Pelota debajo de la suela, con la mirada en alto y pases cortos. No te vas a bandear con un pelotazo largo; después, recuperar el terreno perdido es mucho más difícil.
Llamala al celular si tenés miedo de que la FIFA te atienda en la casa y te suspenda el partido de por vida. Paso a paso, amigo. Pensá cada jugada como si fuera la última. Este, quizás sea el encuentro más complicado de tu vida, pero el desafío lo hace también el más interesante.
Imaginate cada jugada de la previa y armá tu táctica para achicar el margen de error. Ahí, vas a estar sólo, vas a tener que tirar el centro y cabecear. Si jugás ese partido, disfrutalo, jugalo con los ojos bien abiertos; finales de esas no se juegan todos los días. Atacá en todo momento, pero tranquilo. Con tu experiencia el resultado se tiene que dar. Después, es como siempre: una vez que entra el primero, el resto de los goles llegan solos. Lo importante es superar esa defensa, que va a estar alerta a cualquier manotazo; sin embargo, los nervios que ella pueda tener, juegan a tu favor. Eso sí, el chamuyo es fundamental; tenés que hablarle los noventa minutos, no dejarla pensar. A ver si se acuerda que la hermana salió con vos.

miércoles, 18 de junio de 2008

Un viaje

Después de pasar casi un mes en Arraial D´Ajuda, un pueblo separado de Porto Seguro por el río Burhaném, Emiliano y Lucas estaban agotados física y emocionalmente. Las vacaciones de invierno en aquel balneario brasileño del sur de Bahía habían enflaquecido sus cuerpos, el envión nómade y el material artesanal que habían llevado para vender; andaban necesitando algún lugar propicio para el descanso.
Habían llegado a Ajuda después de una experiencia poco memorable en Vitoria, capital del estado de Espíritu Santo. Allí tuvieron complicaciones para cambiar los pocos dólares que tenían, comieron plátanos sin cocerlos pensando que eran bananas comunes, Emiliano contrajo fiebre y Lucas desarraigo. La pensión popular en la que apenas pasaron una noche, donde comieron un ensopado que no les cayó bien, tenía las paredes de un grueso cartón que los separaba, según ellos imaginaron, de malhechores y contrabandistas.
En aquella ciudad, lo único bueno que obtuvieron fue el dato de que en los primeros días de Julio debían estar en Ajuda, ya que allí pasaban sus vacaciones cientos de jóvenes de las principales ciudades brasileñas, dispuestos a gastar sus flamantes reales en el tipo de bijouterie que ellos vendían: unas piezas de resina plástica pintadas a mano por un viejo hippie del Parque Centenario.
Al abandonar Vitoria, después de ocho horas de ómnibus, llegaron finalmente a Porto Seguro, un poblado de casas bajas, plagado de posadas y restaurantes de comidas típicas; un colectivo de línea los condujo hasta el puerto donde tomaron la balsa que los llevó al otro lado del río
La mañana que arribaron a Ajuda se pusieron en campaña para arrendar un cuarto que los albergara a lo largo de todo Julio. Conversaron con el propietario de un bar de apenas seis mesas y una veintena de sillas de hierro despintadas, y fueron a dar a la posada de una mujer de Minas Gerais que vivía allí hacía tres años; rápidamente se pusieron de acuerdo en el precio mensual de la habitación, que incluía una cama matrimonial, otra de una plaza, un baño con ducha y una ventana que daba a la ligustrina que separaba a ese lote del terreno lindante. El mismo hombre del bar se encargó de conseguirles la cantidad suficiente de marihuana para que no los sorprendiera la temporada alta con las manos vacías y las ansiedades plenas.
Conocieron a otros argentinos que residían en Ajuda, a nativos que también vendían artesanías, en su mayoría de coco, y a los europeos que allí se habían recluido. Ni bien comenzó la temporada aquellas piezas pintadas fueron todo un suceso, y en la playa muchas señoritas los invitaban a sus posadas a fin de comprarles collares, pulseras y aros en cantidad.
Los días se sucedieron y sus ahorros fueron aumentando. En la posada conocieron a un trío de jóvenes marplatenses que habían traído desde la India un material tan bueno como caro para aquel lugar; con ellas se trasladaron hasta Trancoso, el primer pueblo al sur de Ajuda, y traspusieron el cerco de la Fazenda Verde, una chacra donde habitaban, vacas, cebúes y hongos de dudosa efectividad. Lucas recogió algunos de ellos en una bolsa de nylon que tenía en su morral y al llegar al poblado de Trancoso, en el baño de un bar, los lavó e invitó a su amigo a comerlos.
_ ¿ Se comerán así, sin curarlos, sin hacer ningún preparado? - preguntó inseguro Emiliano.
_ Ustedes están locos, miren si son venenosos - opinó una de las chicas de Mar del Plata.
_ Venenosas son las mujeres y, sin embargo, cada vez que puedo, me como una –fue la respuesta de Lucas mientras masticaba el tallo del primer cucumelo. Emiliano extendió la mano pidiendo su ración y sentados en un paredón bajo de cemento todos aguardaron el bus que los devolvería a Ajuda.
Cuando llegaron a la posada, los chicos se dieron un baño rápido y fumaron un cigarrillo de marihuana para propiciar el efecto de los hongos que habían ingerido. Compartieron unas galletitas de agua, por miedo a que comer pesado les hiciera mal, y bajaron a la playa para disfrutar de la fiesta que uno de los balnearios organizaría esa noche.
Era temprano. Había poca gente, así que se acostaron en unas reposeras de madera de un balneario cerrado y comenzaron a recordar anécdotas de sus días y noches en Buenos Aires. Se rieron hasta las lágrimas y entendieron que aquel era un buen momento para tomar las primeras caipirinhas de la noche.
Caminando hacia la barraca de tragos más cercana, se detuvieron bajo la luz de un farol y ambos se examinaron con cuidado las pupilas, para ver cuál era el tamaño de las mismas. Coincidieron en que el aspecto general era bueno y, aún dubitativos sobre el efecto que les habían producido aquellos hongos, brindaron con sus caipirinhas y comenzaron a analizar el ambiente que los rodeaba. Emiliano empezó a mover lentamente sus pies al ritmo de la música cuando notó que se le había acercado un perro. Él se movía a su derecha y el perro lo seguía. Daba dos pasos a la izquierda y el animal hacía lo mismo.
_ Mirá la perra que te levantaste – gritó Marcos, un argentino que también se estaba ganando la vida vendiendo artesanías.
Lucas fue a parar al suelo de la risa y Emiliano, sonriente, siguió bailando con su fiel compañero cuadrúpedo. Minutos más tarde la situación le recordó un fragmento de Viaje a Ixtlán, un libro que estaba leyendo desde la noche que salieron de la terminal de Retiro.
_ ¿Será que esto está pegando en serio? – se preguntó algo preocupado.
_ Emi, ¿querés tomar una cervecita gratis? –invitó Marcos.
_ Sí, ¿cómo no? –le hizo un gesto a Lucas que iba a dar una vuelta y se fue con el otro artesano.
Se alejaron de las luces de la fiesta y Emiliano se preguntó adónde es que iban a tomar la cerveza, ya que por la noche sólo abrían las barracas del balneario que hacía las fiestas de turno.
_ Acá llegamos, vení, sosteneme la madera – le pidió Marcos frente a una barraca cerrada, con las luces apagadas y donde nadie los atendería.
Emiliano, perplejo, dudó, pero la seguridad con que Marcos hizo fuerza para empujar hacia adentro la madera lo paralizó. No pudo pensar, así que sostuvo la placa de madera mientras su colega se subía sobre la barra de un salto y se introducía en el pequeño local. Una tras otra, Marcos fue poniendo botellas de cerveza sobre la barra, a medida que las sacaba de una heladera.
_ Che, ya está bien - susurró Emiliano, mientras trataba de vigilar que nadie se acercara.
A lo lejos se escuchaba la música de la fiesta e iluminaban el lugar las luces del parador. De repente creyó sentir, mezclado con el sonido de la música, unos gritos. Se dio vuelta y soltó la madera.
- Ladrao, ladrao –fue lo que le pareció escuchar proveniente de una figura que se acercaba rápido, a contraluz.
Olvidó las cervezas y a su nuevo amigo, y emprendió una loca carrera hacia la pequeña cuesta de arcilla que separaba a aquella playa del centro de Ajuda. En ese momento se largó una fina pero intensa lluvia tropical. No se dio vuelta siquiera una vez para comprobar si aquel polizón de su desatinado acto de complicidad lo seguía. Corrió y corrió, mirando hacia adelante, con la boca abierta y el corazón inquieto. No se cruzó a nadie hasta que comenzaron a aparecer las primeras posadas ubicadas en la calle Caminho da praia, que también era de arcilla
Cuando llegó a la principal, la Broadway, se encontró con un moreno que no supo informarle si a esa hora encontraría alguna embarcación que lo llevase hasta Porto Seguro. Sólo pensaba en huir. Se sintió atrapado, y decidió correr hasta la posada. Al llegar frente a la puerta de madera de la habitación, palpó sus bolsillos y pensó que había perdido las llaves.
_ Má, sí, yo la tiro abajo – y con un golpe de hombro logró arrancar la cerradura.
Entornó la puerta y se dispuso a buscar el dinero que habían acumulado en aquellos propicios días de venta. Cuando lo tuvo en la mano, pensó en contarlo, pero la cantidad no hacía a la cuestión. Abrió la ventana y, luego de guardar aquellos reales con las estacas de la carpa que hacía casi un mes descansaba bajo la cama matrimonial, en un movimiento estuvo entre los ligustros que separaban a la posada del terreno vecino. Allí guardó el improvisado paquete, por si tuviese la desgracia de caer preso o, en el peor de los casos, fuese atrapado por los nativos, que le proporcionarían una venganza mucho más difícil de soportar que unos pocos días en la celda de la comisaría de Porto.
Una vez que el dinero estuvo a salvo, escondió en el otro extremo del ligustro su ropa mojada: así evitaría ser culpado de algo que no tendrían más pruebas que la declaración de alguien que lo vio parado al lado de una barraca cerrada, con unas cervezas apoyadas sobre la barra.
Se puso un short de baño, una remera seca y se acostó en la cama matrimonial. La lluvia golpeaba contra el tejado y su corazón contra el pecho. Intentó serenarse y controlar su respiración. Con un sentimiento contradictorio esperaba que nadie llamara a la puerta de su cuarto, y al mismo tiempo, aguardaba que irrumpieran contra ella, sedientos de hacer justicia por mano propia. Cada automóvil que paró en la puerta de la posada, donde había un lomo de burro, pudo haber sido el de la policía. Cada voz que se escuchaba pudo ser la del hombre que él en ningún momento constató que lo había seguido.
Pasaron los minutos y se fue calmando. Pensó en su amigo, que estaría pasándola muy bien en la fiesta de la playa, y recordó a Marcos, a quien había abandonado dentro de la barraca. De a ratos lo invadía un gran sentimiento de culpa, pensando que quizás lo estarían moliendo a palos, pero “todo había sido idea suya”, y eso lo tranquilizaba. Esperó en vano a su amigo, y finalmente, a poco de amanecer, se durmió.
Cuando despertó, llegó a ver a una acompañante de su amigo, que lo abandonaba con un beso en la frente. Pensó en despertarlo para contarle lo que había sucedido desde que lo despidió en la fiesta en busca de unas cervezas, pero lo dejó dormir. Ya en la cocina - que todos los huéspedes de la posada compartían en un quincho- preparó su desayuno y se sentó a esperar a Lucas. Estaba nervioso y aún dudaba acerca de si alguien lo estaba buscando puertas afuera. Decidió no bajar a la playa y esperó casi hasta el mediodía a que su amigo despertara. Una vez que Lucas se hizo presente en la cocina, Emiliano le contó lo sucedido con pelos y señales, esperando un consejo de cómo manejarse en las próximas horas.
_ Vida normal, pibe. No pasa nada.
_ ¿ Y si me reconocen?
_ Ni siquiera estás seguro si alguien te siguió, dejate de joder.
A pesar de la confianza que trataba de infundirle su amigo, Emiliano optó por dormir una siesta y no abandonó la posada hasta la noche. Recogió su larga cabellera, con el fin de cambiar un poco su fisonomía respecto de la noche anterior, y salió a la calle. Cada hombre que se le cruzaba podría haber sido aquel. Todos los ojos parecían escudriñarlo.
Sentados en la mesa del bar donde solían cenar, Lucas y Emiliano compartieron una porción abundante de arroz, feijao, ensalada y pollo frito. Llegaron algunos amigos argentinos y en cuanto se sentaron en la mesa ambos les comentaron lo sucedido la noche anterior. Como nadie había escuchado ningún comentario en el pueblo referente a un robo infructuoso de cervezas, Emiliano fue convenciéndose que nada pasaría. El paso de los días le hicieron casi olvidar el tema, sobre todo cuando se enteró por un conocido que su cómplice se encontraba en Porto Seguro vendiendo sus artesanías. Volvió a trabajar diariamente en la playa con sus pulseras y colgantes pintados a mano y, junto a su amigo, siguieron aumentando el ahorro que ya no estaba escondido en la ligustrina que estaba detrás de la ventana del cuarto.
La temporada fue llegando a su fin y el cansancio se hacía notar. A una pocas horas de micro y una hora de balsa tenían el próximo destino de su derrotero: Morro de San Pablo, una isla paradisíaca que en la baja temporada no podía brindarles más que descanso y buenos momentos. Siguiendo los consejos de muchos argentinos residentes y de una guía que habían comprado en Río de Janeiro, sacaron los pasajes rumbo a Valença, la ciudad más cercana del continente a Morro de San Pablo.
- No se olviden, argentinos, la chapa del bus dice Bom Jesús da Lapa, que es el último destino – les advirtió la muchacha de la ventanilla.
- Todo bien, no hay problema- contestaron.
El micro partiría a las ocho y media de la noche y Emiliano y Lucas estuvieron allí veinte minutos antes, tras suplicar en la balsa que el colectivo que los llevaría hasta la terminal de micros pasara rápido.
Transpirados y con sus mochilas a cuestas respiraron tranquilos cuando vieron en el reloj de la rodoviaria que habían llegado con tiempo suficiente para comer unos pasteles de camarones y tomar unas latas de cerveza. Transcurrieron varios minutos y el micro no apareció; a las ocho y cuarenta comenzaron a preocuparse. Emiliano dejó su mochila a un lado y comenzó a caminar en círculos.
_ Sentate, ya va a venir. No me pongas nervioso.
Arribaban micros de distintas empresas pero el de ellos no llegaba. Emiliano no aguantó más y fue a preguntar por su ómnibus.
_ Se acaba de ir, es el que decía Bom Jesús da Lapa. Ayer les aclaré que no decía Valença.
El estupor de Emiliano se reflejó en el rostro de Lucas cuando su amigo le dio la noticia. Se quedaron sentados terminando su cerveza y sin hablar se dirigieron a tomar el colectivo que los llevaría de nuevo a la ciudad.
_ Vamos a lo de las chicas, están en una posada cerca del puerto –aconsejó Emiliano.
Las jóvenes marplatenses hacía unos cuantos días se habían mudado a Porto Seguro, donde tenían mayor éxito con su mercadería. Los chicos argentinos las fueron a buscar a la feria de artesanos y les pidieron las llaves de su cuarto para dejar allí las mochilas. Después de cenar en un comedor de nativos, Lucas, con las manos en los bolsillos de su bermuda y Emiliano, de brazos cruzados, caminaron pensativos nuevamente hacia la feria.
_ Y ahora, ¿ qué van a hacer? – preguntó una de las chicas de Mar del Plata.
_ Nada, como estábamos ahí nos cambiaron los pasajes para el primer micro de mañana, a las seis y media –respondió Emiliano.
_ Nos vamos a quedar despiertos toda la noche, mañana nos vamos sí o sí –agregó Lucas.
Les devolvieron las llaves a sus fortuitas compañeras de viaje y se fueron a la “Lambandería”, una disco de lambadas y música Axé, a dejar que las horas se sucedieran. Tomaron algunas capetas (un trago con vodka, leche condensada, guaraná en polvo, una cucharadita de cacao y canela a gusto) y a esos de las cuatro y media fueron a la posada donde habían dejado su equipaje.
Con un silbido y unos leves golpes a la puerta del cuarto llamaron la atención de las marplatenses, que aún no habían conciliado el sueño. Se sentaron en la cama que quedaba libre y entablaron una amena charla con sus amigas. A medida que la conversación fue perdiendo adeptos –dos de las chicas se durmieron a los quince minutos- los chicos se fueron acomodando en la cama, con sus mochilas como almohadas. Finalmente quedaron ellos dos sosteniendo una plática que se fue diluyendo hasta que la vigilia se convirtió en sueño.
Sobresaltado, Emiliano se despertó y tomó de manera intempestiva el brazo de una de las chicas, intentando ver en su reloj qué hora era. Eran las seis y cinco.
_ Lucas, se nos va el bondi –lo despertó zamarreándolo de un hombro.
Tomaron todas sus pertenencias y con un apurado “nos vemos por ahí, gracias” se despidieron de las marplatenses. Aprovecharon que estaban cerca de la balsa y fueron a buscar un taxi, pero a esa hora ningún taxista en Porto Seguro estaba al volante de su automóvil. Corrieron una cuadra y media hasta la parada del ómnibus, que tardó veinte minutos en aparecer.
_ A la rodoviaria por favor.
A las seis y treinta y cinco se bajaron aparatosamente con sus mochilas y bolsos de mano, casi tropezando en el estribo del colectivo. Emiliano quiso creer en su suerte pero le desconfió a un micro de la empresa que ellos debían tomar que abandonaba presuroso su dársena. Se acercaron hasta la ventanilla y se agacharon para que su voz pasara más clara por la hendija inferior del vidrio que los separaba de la expendedora de boletos.
_ No me diga que ese micro que se fue...
_Otra vez argentinos, ustedes son joda – les contestó la señorita que los había atendido en las dos oportunidades anteriores.
Lucas puso sus manos en la cintura y clavó la vista en el techo de madera de la terminal de micros. Su amigo apoyó sus codos en el mostrador de la empresa Sao Geraldo y se rascó la cabeza. La vendedora de tickets y el encargado, que los había visto perder el micro a las ocho y media de la noche anterior, se miraban incrédulos. Los muchachos se sentaron en un banco frente a la ventanilla y se quedaron allí cinco minutos, con la cabeza gacha, sin mencionar palabra alguna. La temperatura comenzaba a subir y decenas de ómnibus devolvían a los turistas a sus ciudades de origen, finalizada ya la temporada.
_ Eh, argentinos, vengan- los llamó el encargado.
Se levantaron con sus mochilas sobre sus espaldas y desalentados se atrevieron sólo a preguntar: “¿Sí?”.
_ ¿Adónde es que quieren ir?
Algo más animados contestaron al unísono: “A Valença, a Morro de San Pablo”. Con una sonrisa de perlas, contrastante con su piel morena, el encargado les dio la gran noticia.
_Voy a hacer una excepción, sólo porque vi lo que les pasó. Pero no se acostumbren, esto no pasa siempre en el Brasil.
_Muito obrigado – agradecieron en un peliagudo portugués.
Tomaron sus nuevos boletos, para las ocho y media de la noche, y se fueron sonrientes hacia la parada del colectivo que los transportaría una vez más al centro de Porto Seguro Ya en el colectivo se preguntaron qué harían durante el día que les quedaba por delante. No se pusieron de acuerdo. Ambos tomaron la balsa hacia Arraial D´Ajuda, pero Emiliano decidió quedarse con sus cosas en las playas más cercanas al puerto y Lucas se tomó una combi hasta el centro mismo de Ajuda.
Un mes lleno de diversión, combinada con trabajo, había quedado atrás; los había cansado física y emocionalmente. Las desinteligencias para partir hacia Morro de San Pablo marcaron cicatrices que cerrarían cuando se pegaran el primer chapuzón en el próximo destino. A las ocho menos cuarto se encontraron en la terminal de micros y finalmente partieron hacia Valença. Nuevas aventuras los aguardaban.

viernes, 16 de mayo de 2008

Fotografías de la conciencia

Los primeros fríos intensos del invierno habían maltratado a Braulio. Una gripe lo obligó a faltar a su trabajo por primera vez en muchos años, pero igualmente, a fuerza de costumbre, se levantó a las seis y media de un día que jamás podría olvidar.
Mientras tomaba su café y leía el diario que habitualmente sólo podía hojear, pudo disfrutar del desayuno con su mujer y sus hijos, que iban despertándose para cumplir cada uno con sus obligaciones.
Braulio, aún en pijamas y con su gripe a cuestas, preparó una pila de tostadas y una tetera desbordante con la que recibió a María, su esposa, y a sus cuatro hijos, que saludaron extrañados a su padre por verlo allí un día de semana.
_¿Hoy no trabajás, papi? Preguntó Agustina, la menor de apenas cuatro años.
_ No, papá está muy resfriado, así que hoy se va a quedar en casa – contestó, María su esposa -. Vamos, tomen el té, que tenemos que irnos antes que se haga tarde.
Cuando se disponían a salir de la casa para subirse al Renault 12, María se detuvo para atender una llamada telefónica: era la señora de los quehaceres domésticos; le quería avisar que su marido había tenido un accidente y que no iba ir a trabajar.
Braulio tendría que prepararse el almuerzo y aguardar el regreso de su familia en soledad. Reacio a quedarse en cama, optó por acostarse en el sillón del living y escuchar la radio mientras seguía leyendo el diario, que nada decía en contra del gobierno militar que había derrocado a Isabel Perón hacía algo más de un año.
A las once de la mañana se decidió a investigar la alacena y la heladera para ver que iba a cocinar. Cuando aún no se había decidido entre un churrasco con ensalada o unos fideos con manteca, lo sorprendió el llamado del timbre. Se puso el sobretodo encima del pijama y fue hacia la puerta; al abrirla se encontró con un sargento primero del ejército, que tras presentarse –maletín en mano -, le pidió que le convidara un café.
Braulio, atónito por la situación, lo hizo pasar y le dijo que se sentara en una silla del living y que lo aguardara. Ya en la cocina, sirviendo los dos cafés, con el ceño fruncido, el dueño de casa se preguntó una y otra vez a que se debía aquella inesperada visita.
Al llegar al living encontró al militar husmeando en su biblioteca, asintiendo con la cabeza a medida que iba leyendo los lomos de cada uno de los libros que allí estaban acomodados.
_Aquí tiene su café –espetó Braulio para interrumpir ese acto que sentía como una violación a su intimidad -. ¿Azúcar?
_ No, gracias, lo tomo amargo –le respondió al mismo tiempo que se detenía frente a una mesa ratona que tenía fotos de los integrantes de la casa -. Hermosa familia, hermosa familia, lástima que uno tenga tan poco tiempo para disfrutarla.
Braulio, con las piernas temblorosas, no pronunció palabra alguna y decidió escuchar pero preguntar lo menos posible.
_ Que bonita es Agustina, sin dudas es quien más se parece a su mujer –continuó el sargento primero -. En cambio Florencia es mucho más parecida a usted, como sus hijos mayores. ¿Siguen yendo al Instituto Dorrego, no?
_ Sï - contestó con la voz quebrada al percibir toda la información que el visitante tenía de su familia.
El sargento terminó su café, se puso de pie y comenzó a caminar dando vueltas alrededor de la mesa. Al pasar al lado del teléfono, lo descolgó y comprobó que el mismo tuviera tono.
_Que pena lo del marido de su empleada, la gente tendría que tener más cuidado cuando anda en bicicleta, ¿no le parece?
Braulio ni contestó. No dejó de revolver aquel café, que ya estaba frío, mientras pensaba en su familia en todo momento.
El sargento volvió a sentarse en la misma silla y apoyó el maletín que traía consigo sobre la mesa. Braulio se secó la transpiración de la frente con el pañuelo que tenía en el bolsillo de su pijama y en un movimiento, que intentó ser imperceptible, estiró su cuello para ver por sobre el maletín qué era lo que el militar iba a sacar de allí.
_No se asuste mi amigo, son sólo un montón de recuerdos – le dijo en tono burlón el sargento mientras sacaba un sobre de papel madera -. Tiene algunas fotos que vos, si me permitís que te tutee, creo que vas a reconocer.
Tomó presuroso el sobre y empezó a repasar las imágenes en blanco y negro que allí estaban cronológicamente ordenadas. Eran fotografías suyas de su juventud, en distintas manifestaciones y reuniones del Partido Socialista Democrático, y otras en las que se lo veía en el entierro de Alfredo Palacios, doce años atrás.
Totalmente desconcertado, el marido de María, respiró profundo y sintió que le bajaba la presión. El sargento fue hasta la cocina y le acercó un vaso de agua.
_Pecados de juventud, que le dicen- le susurró el sargento al oído con una mano apoyada sobre un hombro.
Braulio tomó toda aquella agua, se secó nuevamente la frente con el pañuelo y se animó a preguntar por primera y última vez: _ ¿Y?
_ Y nada. Eso sí, le voy a pedir prestado un libro, siempre es bueno saber que piensa el enemigo.
El sargento pasó por la biblioteca, tomó un ejemplar de “La fatiga y sus proyecciones sociales”, levantó el teléfono, balbuceó algo que Braulio no llegó a entender y abrió la puerta para despedirse: _Saludos a la familia, son las doce menos cuarto y las chiquitas deben estar por llegar del jardín. María y las nenas encontraron a Braulio sentado, con la mirada perdida, revolviendo el café y repasando esas imágenes remotas. Durante meses pensó junto a su mujer en la posibilidad del exilio, pero decidieron quedarse en el país, mirando siempre hacia atrás, sobre los pasos dados.

martes, 29 de abril de 2008

Rojas

_ En cinco minutos va a venir la nueva profesora, así que sentaditos y a esperarla en silencio – nos recomendó la preceptora.
Los más bravos se pararon y alguno hasta se animó a tirar un bollo de papel. Las chicas siguieron con sus charlatanerías y los del fondo comenzaron a golpear sus escritorios con ritmo murguero. Le comenté a mi compañero de banco que la suplente sería la salvación, que nadie podía ser tan implacable como Rodríguez, el profesor titular de biología, a la hora de una prueba: con unos buenos machetes podría alcanzar el nueve que necesitaba para no llevarme la materia a diciembre.
_ Alumnos, de pie, la señora Rojas.
El silencio irrumpió en el aula una vez que la puerta estuvo abierta. Tenía el cabello negrísimo, largo casi hasta la cintura, la piel blanca como una perla y los labios pintados de un rojo carmesí que hacía juego con las enormes flores estampadas en su vestido beige. El golpeteo de sus tacos contra el piso la acompañó hasta que estuvo parada al frente de la clase. Una voz grave y melódica quebrantó aquel mutismo.
_ Soy la profesora suplente de biología, mi nombre es Miriam Rojas y vamos a estar juntos hasta fin de año, así que espero nos llevemos bien. Pueden sentarse.
Las chicas se miraron con gestos incrédulos de tener frente a sí a una mujer tan bonita. Algunos varones se patearon por debajo de los bancos, otros no necesitaron siquiera hacer una mueca.
_ Es la viuda de la vuelta de la canchita –pensé en voz alta -. La conozco, esta mina a mi viejo lo tiene loco – le susurré a boca torcida a mi compañero, aprovechando el barullo que todos hicieron al sentarse.
No lo podía creer. A la tal Rojas, en el entretiempo de un partido en la sociedad de fomento, mi viejo le dijo un piropo, y la mina se dio vuelta y le pegó un cachetazo. Observé todo desde la puerta del club, pero para que mi viejo no se sintiera mal, jamás le confesé que había presenciado aquella escena. Más de una vez la había visto en las cercanías de la canchita, y siempre me llamó la atención el blanco níveo de su piel y la tersura de sus piernas. Mi vieja, a la que no se le escapa nada, me dijo un día que la cruzamos cerca del Vélez.
_ ¿A vos también te parece linda esa señora, no? A tu papá ya lo agarré mirándola desde los ventanales del club. Hace poco enviudó y creo que es profesora, o algo así.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Cuando la preceptora anunció que Rodríguez había pedido licencia por enfermedad, todos sentimos un gran alivio. A pocos les interesó la gravedad de lo que padecía; lo realmente importante era que a la hora de rendir el examen de fin de año iba a ser otra persona, y no él, quien estuviese al frente del aula.
De nuestro convaleciente profesor de biología podían destacarse muchas cosas: los impecables trajes, el brillo de cada una de las hebillas de su maletín de cuero, su portentosa voz, la claridad para explicar la lección de turno o la templanza para decirle a cualquiera que no tenía la menor idea de lo que estaba hablando, pero sin duda, su principal cualidad, era la sagacidad que tenía para darse cuenta que uno se estaba copiando.
Cuando Rodríguez tomaba una prueba, caminaba entre las filas de bancos, simulando examinar su corbata, estudiar las manchas de humedad del techo o contabilizar las baldosas del piso, pero todos sus sentidos estaban, en realidad, atentos a atrapar al malhechor que quisiera copiarse de algún machete, o a aquel que intentara, a tontas y locas, buscar ayuda en el compañero más próximo, que siempre estaba lejos, ya que Rodríguez dividía la clase en seis temas.
Dios había escuchado tanto ruego, se había apiadado de nosotros y del resto de las divisiones que lo tenían a cargo de su materia. “El inmortal”, como lo venían llamando en secreto innumerables camadas de alumnos del Nacional 23, estaba enfermo, y con ello, decenas de chicos habían resucitado: el milagro de aprobar biología era posible.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
_ ¿Alvarez?
_ Presente, señorita – respondió, bajo la hipnosis de aquellos labios rojos, el primero de la lista.
La verdad es que era muy bonita la nueva profesora. Desde el día que le pegó el bife a mi viejo, comencé a buscar cualquier excusa para ir al club con el deseo de cruzármela por el barrio. Se me fue tornando una obsesión, que se acentuó el día que entró al aula y supe que la tendría frente a mí, al menos, tres horas por semana. A partir de aquel momento, biología se transformó en mi materia favorita. Estudié denodadamente cada lección que ella explicó, y a la clase siguiente siempre fui el primero en levantar la mano para contestar sus preguntas. Creo que a partir de la cuarta clase ella comenzó a mirarme de una manera distinta. En un juego, para el que tuve que reunir muchas agallas, decidí que la miraría a los ojos tiempo completo, hasta que ella lo notara; y lo notó.
Evitaba mirarme, y cuando yo levantaba la mano para responder me decía: “usted contesta siempre, deje que participen los demás”. Seguí estudiando y seguí levantando la mano, hasta que llegó el día del examen de fin de año. Estaba preparado como nunca lo había estado para una prueba y no me asustaron las veinte preguntas que nos planteó.
Me extendí tanto en las respuestas que cuando sonó el timbre del recreo aún me faltaban responder tres preguntas. Le pedí a la profesora continuar bajo su supervisión, pero de nuevo, sin mirarme, me dijo que el tiempo se había terminado para todos.
En caso de tener todas las respuestas correctas, a cincuenta centésimos por pregunta, calculé que nunca iba a llegar al nueve que necesitaba. En el recreo me acerqué hasta la sala de profesores y pedí hablar con ella un minuto.
_ Ya le dije, Panzotti, el examen terminó.
_ Es que necesito un nueve, y no sé si llego.
_ Se hubiera acordado antes. Ahora, discúlpeme, tengo que ir a otra clase.
Cuando nos devolvió el examen y vi que me había sacado un ocho cincuenta quise llorar, pero aguanté estoico. Esa mañana ella tenía puesto el mismo vestido beige con flores rojas que había traído el día que llegó al colegio, los mismos zapatos y el mismo rojo en los labios. Quise hablarle, pero mirándome fijo a los ojos se negó a escuchar mis súplicas.
_ Panzotti, éste no es el momento ni el lugar – susurró arqueando sus cejas.
Quedé atónito, intentando comprender aquella frase. Fui hasta mi banco y estrujé lentamente aquella prueba, pensando cuál sería el momento, y cuál el lugar. A la tarde, en casa, le comenté todo al desenfadado de mi hermano mayor, que sin titubear me dijo: “¿No me dijiste una vez que sabías donde vive? Esa mina quiere que vayas a la casa. Hacele caso a tu hermanito” me palmeó el hombro y se fue con el mate a la cocina. Una vez, poco antes de que se presente como profesora suplente, la había seguido sin que se diera cuenta; vivía justo atrás del club.
Fui a preparar el bolso para irme a entrenar al Vélez con el consejo alocado de mi hermano dando vueltas en la cabeza. En pleno entrenamiento, en el partido que jugábamos titulares contra suplentes, me quedó la pelota picando frente al arco que estaba de espaldas a su casa. Nunca supe si lo hice adrede, pero le pegué tan mal a aquella pelota que pasó por arriba del alambrado y fue a dar, calculamos todos en ese momento, a la casa de la vecina. Cuando terminó el entrenamiento, el técnico no me dejó escapatoria.
_ Dale, burro, vos la colgaste, vos la vas a buscar. Salí corriendo seguro de lo que iba a hacer, pero cuando estaba dando vuelta a la esquina, a treinta metros de la casa de Rojas, fui aminorando el paso. La presentación de la profesora, el vestido beige, los labios rojos, la pregunta dieciocho y el consejo de mi hermano me pasaron por la mente como una película. Mis pasos se fueron acortando y estaba más transpirado en ese momento que cuando hicimos la entrada en calor. Me detuve frente a la puerta de madera, acomodé un poco mis rulos, respiré hondo y toqué el timbre.
Estaba más bella que nunca, con una camisola blanca y una pollerita de jean. No recuerdo si tenía puesto algo en los pies.
_ A buen entendedor, pocas palabras, Panzotti – me tomó de la mano y me llevó sin rodeos hasta su cuarto.

martes, 8 de abril de 2008

Volví al fulbo.com

Después de catorce meses sin ir a ver fútbol, el sábado (5 de Abril) asistí al estadio Ciudad de Vicente López para presenciar el partido que debía jugar el equipo del cual soy simpatizante. Lo fui planeando en el transcurso de la semana previa, en la que por casualidad me enteré que jugábamos (es el sentido de pertenencia, que se recupera enseguida) contra un clásico rival.
A través de los benditos mensajes de texto me fui comunicando con mis viejos compañeros de cancha y comenzamos a concertar la cita: “a las 13:30 en lo de Carlitos”, un kiosco con una pequeña barra al fondo, con sus paredes repletas de fotos de Manu Ginóbili (¿?), las heladeras provistas de cervezas frías y la panchera pronta para saciar el hambre de aquellos que no llegaran a almorzar en su casa. Como el inicio del partido estaba programado para las tres y media había tiempo suficiente para anoticiarse de la actualidad del equipo, de las cuestiones laborales de los muchachos y hasta para conocer a la nueva pareja de uno de ellos, que debutaba en estos menesteres de ver fútbol en vivo sin el televisor delante.
Cuando la charla ya era profusa y distendida nos llamó la atención la presencia de tres móviles policiales: era la custodia del micro que conducía a los jugadores y directivos rivales hacia el estadio. No había porqué estar nerviosos ya que algunas cosas habían cambiado desde la última vez que había ido a la cancha: en las categorías de ascenso del fútbol argentino los hinchas visitantes no pueden ir a los estadios. Ahí recordé que para curar la rabia los organismos encargados de la seguridad habían tomado el camino más corto: matar al perro.
A las tres y cuarto nos dispusimos a caminar las cuatro cuadras que nos separaban del club. Una vez que compramos las entradas, hicimos la fila para que los agentes policiales designados para el operativo nos palparan con el fin de encontrar púas, facas, cuchillos, cinturones con hebillas de metal o cualquiera de las armas utilizadas, por ejemplo, días atrás por los integrantes de las distintas facciones de la barra de River Plate, en una lucha encarnizada por tomar el poder, tener acceso a las entradas gratuitas (y revender las que sobran), manejar el negocio de los estacionamientos en las adyacencias del estadio y un montón de otras yerbas (y polvos).
El momento en que ingresé al estadio y alcancé a divisar la grama fue tan mágico como la primera vez, y como la última. Un sol pleno acompañó la jornada y pude disfrutar de una sensación única para el hincha: estar en cuero mirando a su equipo. Debo confesar que de a ratos me perdí las acciones de juego observando el ambiente que me rodeaba. Me llamó la atención la gran cantidad de mujeres adolescentes (capullos en jeans ajustados y musculosas) y la reaparición de los bombos murgueros, que hacía unos cuantos años habían sido prohibidos en el ámbito de la provincia de Buenos Aires.
En el entretiempo (mi equipo ya ganaba dos a cero) me puse al tanto de algunos cambios que se sucedieron en mi larga ausencia entre los adalides de la barra. Las caras eran las mismas pero yo no había sido el único que se había ausentado por un tiempo, aunque supongo que los motivos fueron distintos.
Comprobé en el transcuarso del segundo que el cancionero no se había renovado mucho y que mi memoria (emotiva) aún funcionaba. Reparé que en casi todos los cantos se hacía mención al poco valor de los hinchas de otro club o que simplemente se los insultaba, y cuando mi equipo hizo el cuarto gol me di cuenta que a ese festejo le faltaba una parte: al no haber hinchas visitantes no había a quien cargar, por lo tanto casi que perdía sentido. ¿Qué gana uno si no pierde otro? Las cosas están de ese modo, así que tuve que disfrutar de un cuatro a cero sin tener a nadie en la vereda de enfrente.
A la salida decidimos con mis amigos analizar el partido reciente y recordar viejas anécdotas de cancha en un bar lindante con el kiosco donde hicimos la previa. Después de tomar unas cervezas y de comer el choripán que no comí en el entretiempo, saludé a todos y me fui a mi casa sonriente. El cielo estrellado auguraba un buen domingo. Decidí que debía levantarme temprano para comprar el carbón y la reaparecida carne argentina. El 4 a 0 y mi familia se merecían un buen asado.

martes, 25 de marzo de 2008

24 horas

Me duele la soledad que siento en el pecho. El cielo raso de mi cuarto no me da ninguna pista de hacia dónde salir corriendo. Las sombras que se proyectan desde la ventana me distraen por momentos, pero tampoco me alcanza.
Levanto apenas la cabeza de la almohada y veo a la distancia el titilar (neón) de la hora programada en el equipo de música. Me estiro para tomar de nuevo el cigarrito antes de que se apague. La brasa es mi guía, sin embargo, aún me duele la soledad que siento en el pecho.
Por la tarde en la plaza me pasó lo mismo. Apenas algunas gracias de mis hijos me ganaron una sonrisa. Las hamacas iban al ritmo de mis latidos; desde que salí del baño del bar se habían tornado presurosos.
El ahogo es interno, y no me pasa sólo por las noches. A la tarde, en la plaza, con mis hijos, también me abraza. En su momento pensé que la asfixia me la provocaba mi mujer, pero desde que nos separamos la sensación de alivio no arribó a las orillas de mis oscuridades.
Por la mañana, el café solo, solo, la pileta con los quehaceres de la noche anterior en la columna del debe y una hoja de afeitar usada aguardándome en el botiquín del baño. Me miro y veo reflejada la cara de mi jefe, y la del jefe de mi jefe. En un juego ambidiestro reviso mis perfiles matutinos: no sé si me satisface lo que observo.
Ajusto un poco el nudo de la corbata, reviso si en el maletín llevo todo lo que necesito y palpo la billetera en el bolsillo del pantalón del ambo que hace semanas no visita la tintorería.
En el ascensor la suerte tampoco me juega una buena pasada. La del sexto, que desde que supo que soy separado decidió saludarme apenas con una sonrisita hipócrita, abre la puerta rejilla y casi no me mira. No veo la hora de llegar a la calle para fumar mi primer cigarrillo, para quemar mis primeras ansiedades.
El reloj me da un empujón para que camine más rápido y el fastidio rutinario comienza a resoplar. Me aguarda un día complicado y por la tarde tengo que llevar a los chicos a pasear.
Calor húmedo y asfixiante. El manto ondulante de cabezas y el redoble de la máquina subterránea que me lleva siempre y me vibra desde las piernas. Miro sin ver, mientras los demás no escuchan.
El teléfono celular tampoco ayuda. Me dice la hora, pero nadie me dice nada. La soledad y el pecho. Las horas pasan y nadie me dice mucho. Las mismas horas, las mismas pausas, los mismos latidos.
A la hora del almuerzo un compañero me invita a comer con él. Me cuenta que su suegra acaba de enviudar y no sé qué problemas con el propietario del departamento que alquila. La milanesa tiene demasiado aceite: la hago a un lado y abro un nuevo atado de cigarrillos. Ya es hora. Me pido un whisky.
En el trabajo, las mismas caras, las mismas horas, las mismas pausas y los mismos latidos. Sólo el baño me da un resquicio dónde fumar y jugar aunque sea con las bolitas de naftalina del mingitorio.
Son las cinco y nuevas obligaciones me esperan. Mi ex mujer en la puerta de su departamento con los chicos. Le acomoda a Javier el pelo detrás de las orejas. Estaba con tacos altos. Me pide, siempre me pide, que los cuide y que los lleve temprano para que pueda bañarlos antes que se duerman. La plaza, las hamacas y el ahogo en el pecho.
_ Vamos, chicos, que se hace tarde – y dos besos en la frente.
Las primeras luces de la noche. El paso raudo. Un trago antes de la cena. Dos. La música es casi una cuestión benéfica para conmigo mismo. La pasta dentífrica y la azul, y media de la blanca.
Sentado en el baño me fumo uno de los últimos cigarrillos del día. No la pasé bien con los chicos, y eso me preocupa. Me baño para limpiarme, pero apenas me aseo. Ni ganas de leer me quedan a esa hora.
Las sombras que se proyectan desde la ventana y la brasa. El humo en el pecho y el dolor, que se disipa un rato. La luz del reloj del equipo de música desde la cama, sentado, con la luz apagada. La lumbre se precipita hacia mí. Contengo. Tres. El cielo raso y la pared de enfrente, que tampoco ayuda.
Algo comienza a hacer efecto. Chau, Antonito, hasta mañana.



“Tendría escrúpulos de comunicarlas (las anotaciones) a los demás, si viera en ellas únicamente las fantasías patológicas de un pobre melancólico aislado. Pero veo en ellas algo más: un documento de la época, pues la enfermedad psíquica de Haller es –hoy lo sé- no la quimera de un solo individuo, sino la enfermedad del siglo mismo, la neurosis de aquella generación a la que él pertenece, enfermedad de la cual no son atacados sólo las personas débiles e inferiores, sino precisamente las fuertes, las espirituales, las de más talento(...) Una vez, después de una conversación acerca de las llamadas crueldades en la Edad Media, me dijo:
_ Esas crueldades no lo son en realidad. Un hombre de la Edad Media execraría todo el estilo de nuestra vida actual no ya como cruel, sino como atroz y bárbaro. Cada época, cada cultura, cada costumbre y tradición tienen su estilo, tienen sus ternuras y durezas peculiares, sus crueldades y bellezas; consideran ciertos sufrimientos como naturales; aceptan ciertos modos con paciencia. La vida humana se convierte en verdadero dolor, en verdadero infierno sólo allí donde dos épocas, dos culturas o religiones se entrecruzan. Un hombre de la antigüedad que hubiese tenido que vivir en la Edad Media se habría asfixiado tristemente, lo mismo que un salvaje tendría que asfixiarse en medio de nuestra civilización. Hay momentos en los que toda una civilización se encuentra extraviada entre dos épocas, entre dos estilos de vida, de tal suerte, que tiene que perder toda naturalidad, toda norma, toda seguridad e inocencia. Es claro que no todos perciben esto con la misma intensidad. Una naturaleza como Niezstche hubo de sufrir la miseria actual con más de una generación por anticipado; lo que él, solitario e incomprendido, hubo de gustar hasta la saciedad, lo están soportando hoy millares de seres...”
“El lobo estepario” (fragmento de la introducción), Hermann Hesse.

lunes, 10 de marzo de 2008

Río Grande

Un arroyo calmo
y una catarata vertiginosa
desembocan en este océano
de mareas diversas

Un delfín acaramelado se desplaza
al ritmo de las olas,
un cazón que nunca será tiburón
quiere mostrarse más hostil de lo real

Sus colmillos son sonrisa, no voracidad,
su postura no lo escuda debidamente
y la fragilidad se concentra
en cada gota que lo delimita

El sonido encantador del delfín
resuena en cada marejada
y en la séptima ola
se monta su mágica inocencia

El agua, esmeralda cristalizada,
también se desplaza con márgenes estipulados
pero su fuerza –oculta a veces-
quizás desborde límites terrenales

Una inundación de sensaciones
riega los sentidos, hoy expuestos.
“Que el viento nos lleve a buen puerto”
vocifera el capitán del arca.

sábado, 23 de febrero de 2008

Cien años de soledad (o quince dias de sol)

Esperamos el micro ansiosos de abandonar la calurosa Munro. Descanso merecido. El primer día en la playa asoma soleado y García Márquez se me brinda con sus "Cien Años de soledad". Acaricio la tapa para ver si antes de leer me transmite (y contagia) algo.
José Arcadio Buendía y su locura inventiva. Úrsula Iguarán, centenaria, madraza, invencible, única. José Arcadio y su amor por Rebeca, su hermana (adoptiva), y el hogar al lado del cementerio desde donde, después de su muerte, inunda el lugar de olor a pólvora. Aureliano y sus treinta y dos guerras (todas perdidas).
Un chapuzón para menguar el calor. Me seco las manos y me sumerjo de nuevo, pero en las páginas. Pilar Ternera y sus barajas premonitorias. La niña Remedios, que acepta casarse con Aureliano a pesar de ser todavía impúber y hacerse pis en la cama. Aureliano José y José Arcadio, a quien decidieron llamar simplemente Arcadio para no confundirse. Los gemelos José Arcadio Segundo (huelguista) y Aureliano Segundo, esposo de la mezquina Fernanda y concubino de la estoica y digna Petra Cotes.
Otro chapuzón. Y pasan las páginas y pasan los dias. Renata (Meme) y su viaje a Bruselas. Su hermano José Arcadio que nunca llegó a Papa; su hermana Amaranta Úrsula que acaricia a su sobrino en la tina mientras lo baña.
Crema post-solar. Mate, churros y avidez por seguir leyendo. Pensaba leerlo en las vacaciones pero van cinco dias y se me está terminando. Las 32 guerras, la peste del insomnio, las súbitas muertes de los pájaros y las mariposas amarillas que denotan la presencia de Mauricio Babilonia, esposo de Meme y padre de Aureliano.
Mi esposa y mi hija se van a comprar. Me tengo que bañar pero me faltan sólo diez páginas. Opto por quedarme con arena entre los dedos por un rato más. Pienso en Renato Crespi, el caballero italiano que quebrantó para siempre la relación entre Amaranta y Rebeca, y la pianola, los pergaminos, los gitanos, la calle de los Turcos y Melquíades.
Ya está. Ya lo tengo. Estoy por pagar la vieja deuda moral-literaria que tenía con este libro. El amor (de nuevo) incestuoso entre Amaranta Úrsula y Aureliano, total Gastón se va a Europa a recuperar su avión. Ahora sí.
"...y todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra".
Vuelvo a pasarle la palma de la mano sobre la tapa. Agradezco (e insulto) al libro y al autor. Que final. Que libro. Que hijo de puta.

jueves, 14 de febrero de 2008

Salió redondo

Pocos grupos musicales han generado una comunión entre sus fans como Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, una relación que con el paso de las distintas presentaciones se ha dilatado para tomar forma de amistad, una buena conversa o un cigarro fumado a medias sin ningún drama.
El tiempo transcurrido desde la separación de Carlos Solari, Skay Beilinson y el resto de los integrantes del grupo, lejos de menguar el sentimiento de sus seguidores, parece fortalecerlo; se sienten plácidamente obligados a presenciar cada show de sus dos líderes, que hace unos años han conformado sus propias bandas.
El “Indio Solari”, como lo llaman las tribus ricoteras, presentó su primer placa solista en el Estadio Único de La Plata las noches del 12 y 13 de Noviembre de 2005, adonde asistieron más de noventa mil personas. El heterogéneo público - en lo que a edades respecta- comprendió una vez más la armonía en la que se disfrutan estos acontecimientos, que van más allá de un mero concierto de rock. La gente de Los Redondos tiene muy claro que la ceremonia comienza mucho antes que los primeros acordes y finaliza recién cuando uno cae rendido en su cama después de una larga jornada.
Un grupo de jóvenes de la zona norte del gran Buenos Aires fueron el fiel reflejo de esto: compañeros del colegio secundario entre 1984 y 1988, decidieron sin dudar que partirían rumbo a La Plata en cuanto se confirmó la realización de las dos presentaciones. Por horarios de trabajo el recital del domingo era el más apropiado para la mayoría, incluso para Darío (35 años, como el resto) que debía trabajar ese mismo día desde las seis de la mañana hasta el mediodía en una productora televisiva del barrio de Palermo. “Se hace el sacrificio, con una buena siesta se arregla todo” comentó.
En Florida Este, en la casa de Gustavo, que desde otra productora había llegado a las seis de la mañana del mismo domingo, se juntaron Damián (dueño de una camioneta cargada de anécdotas y con mucho kilómetro rutero recorrido), Martín, Miguel y Sergio M. (hermano de Darío, cuatro años mayor que los demás), que una vez más estaría al volante de una misión ricotera, tarea que forjó a partir de los últimos años de la década del ´80.
A ellos se sumó Pablo, un muchacho que conoció Martín en un viaje por la selva mexicana y que, ya en Buenos Aires, le dio trabajo en un bar que aún da dura pelea a la economía argentina.
A las once y cuarto de la mañana, partieron desde Roca y España (¡mamita!, qué nombres) rumbo a Gerli, partido de Lanús, adonde se mudó “El Grisín”, otro de los infaltables a los shows de Patricio Rey desde antes de la aparición de “Un baion para el ojo idiota”, tercer álbum de la banda. El destino, previo fallecimiento de su abuela y partida de su hermano hacia Vigo, España (¿eterno retorno?, ¿la vida es cíclica? , o simplemente “que ahora se la banquen ellos”), lo empujó a una casa antigua con muchas habitaciones, poco ruido exterior, una parrilla apropiada y un patiecito ideal para albergar la previa de la fiesta que estaba por comenzar.
Antes de la una ya estaban todos juntos, cada uno con su vaso de cerveza en mano, a la espera de Darío y de Sergio D, otro buen amigo pero no de ricota, que se acercó hasta lo de El Grisín a compartir el asado, la mateada de la tarde para volverse a la Capital Federal leyendo en trenes y subtes el Página 12 que finalmente nunca sacó de su morral.
Entre varios improvisaron una mesa que alcanzara para los nueve comensales, mientras Damián y Miguel se encargaban de que la carne se cocinara sin arrebatos ni demoras y que la ensalada estuviera condimentada a gusto promedio para que nadie se queje.
La comida, la música de fondo, la cerveza, el vino tinto y otras hierbas transformaron aquella previa – de expectativa casi adolescente- en un sueño hecho realidad; ni roces, ni discusiones de borrachos y algún que otro “hermano querido cómo te quiero”. Todo fue paz y armonía. Cerca de las seis y veinte, cuando Sergio ya había emprendido el regreso a la Capital, a los ocho jóvenes restantes, que ya estaban en los autos, los arropó una alquimia perfecta de ansiedad, expectativa y felicidad.
El día se había presentado caluroso, algo pesado. Después del mediodía algunas nubes amenazadoras comenzaron a cubrir el cielo, pero unas pocas gotas no empañaron la tarde de aquellos ocho pibes de zona norte ni la del resto de las cuarenta y cinco mil personas que coparon La Plata por unas cuantas horas.
En la ruta se cruzaron con muchos autos y camionetas con destino Único; al llegar a las inmediaciones del Estadio, la ansiedad se transformó en nervios, sobre todo para Miguel, que no había comprado su entrada anticipada. “Llevo la guita por las dudas, pero si puedo zafar los 35 mangos mejor”, les había comentado varias veces a sus amigos, que miraban de reojo el cielo y en secreto rogaban que no lloviera y que Miguel pudiera entrar..
Después de caminar ocho cuadras por un boulevard con mucho césped y muchos árboles (la calle 32) llegaron a los primeros controles, donde la seguridad estaba completamente a cargo de la organización, y como supo suceder en los recitales de los Redondos donde no hubo inconvenientes, sin mucha policía cerca.
“Con la entrada en la mano, chicos, por favor” repetían indulgentes los controles, que se limitaban a mirar que cada uno de los que pasaba tuviera en la mano algo que se pareciera a la entrada. Recién en el acceso al estacionamiento, a cien metros de las puertas mismas de la cancha, los controladores estaban separados por escasos centímetros y tenían tras de sí vallas que permitían el paso de a una persona a la vez.
“Decidimos que yo lleve cuatro entradas para confundir un poco” confesó Gustavo, pero quien definió el resultado de la jugada fue Darío, quien pasó primero sin exhibir su boleto, permitiendo que atrás suyo quedaran igual cantidad de tickets que de amigos; así fue que Miguel, tras mirar a sus espaldas y corroborar que quedaba una entrada y que ya todos habían pasado, se sintió casi dentro del show.
“Esperemos que allá hay un control más” susurraron casi todos al unísono, cabuleros, para no festejar antes de tiempo. Darío, empapado de confianza, volvió a encabezar el grupo intentando repetir la jugada anterior, que no fue necesaria ya que los controles de la última valla apenas si se limitaban a pedir que ingresaran “despacio, sin correr”.
Luces, banderas (en sus corazones y en las tribunas) y la emoción renovada de Bambalinas, Satisfaction, Obras, Mar del Plata o Huracán que se hacía carne nuevamente como si nada hubiera pasado, o por todo lo que pasó.
Sonido e imagen. Una voz inconfundible. Un estilo único. Paz total. Las bandas que volvieron satisfechas a sus territorios y que en las afueras del estadio se aplaudieron a sí mismas por la demostración de civismo (así le gusta a los caretas) que acababan de dar y por la demostración musical que acababan de recibir.
A El Grisín lo acercaron hasta Gerli. El resto de los muchachos no pudieron obviar el último paso: unas porciones de mozzarella los aguardaban en la barra de un bar cercano a Puente Saavedra.
Misión cumplida. El sueño de unas semanas atrás hecho realidad, y mejor todavía. Con calor, vino, asado, mate, cerveza y piedra libre para todos los compañeros. El que se lo perdió, se embromó.

miércoles, 30 de enero de 2008

La herencia

Caminó despacio pero a paso firme hacia la ventana. La luz exigua del farol de la calle de enfrente, le permitía husmear lo que pasaba en los alrededores sin que nadie pudiera notar su presencia desde la acera.
En su mano derecha sostenía un vaso de nueve onzas con un bourbon con hielo y agua; iba y venía desde su escritorio hacia la ventana, y al rodear la silla mecedora que había colocado en el centro de la habitación, miraba sobre sus hombros la caja de madera.
Veinte años atrás había recibido desde Cuba aquella caja con dos botellas de un ron que, al poco tiempo, sucumbieron ante la llegada de unos cuantos amigos sedientos. Era de un tono oscuro y tenía en el frente un pasador de hierro negro. Su mullido interior, forrado con pana roja, lo había inducido a guardar allí el revólver calibre 38 que su padre le había regalado en la noche de su graduación en la escuela naval.
Se acercó casi hasta el tejido de la ventana, lo rozó con la punta de su nariz y tras mirar hacia ambos lados, taconeó sus viejos pero lustrosos zapatos negros y realizó un giro de ciento ochenta grados. De un sorbo bebió el entonces acuoso whisky americano, depositó el vaso al lado de la botella vacía y se estiró por sobre su escritorio.
En el cajón central tenía guardado un sobre que contenía, en un pequeño papel, la clave de la combinación del candado que cerraba la caja. Tras una Nochebuena en la que el alcohol y las anfetaminas lo habían inundado de pánico, coraje y extraños pensamientos, al despertar a la mañana siguiente, decidió ponerle una traba de ese tipo a la caja; dada su frágil memoria debió forzarse mucho para recordar qué lo había motivado a elegir las cuatro cifras de la combinación: 1907, el año del nacimiento de su madre.
A pesar de estar muy seguro de su decisión, al tomar el candado comenzó a sudar. Todos los tambores de la combinación estaban puestos en cero, por lo que no demoró en colocar el uno en el primer tambor de la izquierda. Giró en el sentido contrario la segunda hilera de números y tras secarse con el dedo índice la transpiración de su frente, tomó suavemente, con el dedo mayor por un lado y el pulgar por el otro, al cuarto tambor.
Era el recorrido más extenso, sin embargo optó por ir desde el cero hasta el siete pasando por el uno, el dos, el tres y los siguientes números. Unos ruidos inesperados provenientes de la crujiente escalera de madera lo sobresaltaron, y con un chasquido situó al siete a la altura de la marca de la derecha.
El candado se abrió repentinamente. Lo retiró con movimientos torpes, abrió la caja, tomó el revolver y se lanzó de espaldas contra la puerta con una oreja pegada a la misma. Desde la escalera ya no provenían sonidos y su corazón latía algo más pausado.
El farol de la calle de enfrente sufría cortocircuitos. Breves paréntesis de oscuridad, lo acompañaron hasta su silla mecedora. Ajustó el nudo de su corbata y revisó que el tambor del 38 estuviera cargado; aquellas balas de punta hueca que en su juventud usaba para cazar estaban en su lugar.
El recuerdo de su padre, que se había suicidado en aquella misma habitación veintiocho años antes, nubló su vista. Se echó hacia atrás, apretó los dientes y al cerrar los ojos divisó en aquella constelación opaca la sonrisa de su hermana mayor.
El estallido fue como un interruptor que, de manera secuencial, encendió las luces del resto de las casas de la cuadra. Carlos nunca llegó a escuchar el mensaje que le dejaron en su contestador seis minutos después de haberse suicidado.

miércoles, 16 de enero de 2008

Ella

Débil como una rosa
que necesita mostrar sus espinas
ella camina con displicencia
mirando atentamente a su alrededor

Lo suyo debe ser suyo
tiene más de lo que cree
menos de lo que merece
y eso la ha endurecido

Rígida en unos flancos
flameante en el resto
se desliza entre la gente,
que repara en ella

A veces transparente
exhibe lo justo
sin excesos ni regateos,
como la vida le enseñó

Los machucones aún se notan
de vez en vez resaltan
y ella desea golpearse.
Le produce cierto placer

Más frágil de lo que parece
ya tambalea poco.
Un oasis que no quiere ser espejismo
calma la sed voraz de su desierto

La aventura del hombre

Las sábanas aún tibias
fueron espectadoras de lujo
de las escenas vividas

Ellas veneran
la belleza y lo dulce
de lo acontecido minutos antes

Un juego cálido amoroso
donde nada es imprescindible
plaga la habitación de imágenes

Lentos movimientos
fueron registrados por mis ojos
asombrados de tanta compatibilidad

Besos suaves y caricias envolventes
crearon el clima para que
se repitieran una y otra vez

El sentimiento se muestra con pudor
el corazón vuela rápido
y la mente late a un ritmo intenso

Las palabras están de más
brazos acogedores suplen todo
pero la palabra sigue ahí firme
intentando explicar lo que sucede
tratando de mantener a esos ojos ingenuos
lo más abiertos posibles
por temor a que esto sea un sueño

El sueño más lindo uno muy suave
con las fragancias que hoy cobraron
las sábanas el juego
los movimientos los besos
las caricias las palabras...
todas las sensaciones que corren
por este reguero de sentimientos aún no del todo permisibles

miércoles, 2 de enero de 2008

El tren rojo

- Que rica que estás, mami –partió ferviente el piropo. La imaginó sabrosa, dulce, o quizás extremadamente salada en este Enero agobiante.
Estación Villa Rosa. A las 6:16 sale un tren rojo más en busca de un Retiro que se despereza con los ruidos lejanos de los camiones que merodean el puerto.
Alberti. Suben los primeros changos sedientos de cartón, cobre y aluminio. Se intercambian saludos; se conocen del día a día, de la rutina de los mismos chistes, las mismas frustraciones y las mismas esperanzas algo resquebrajadas.
Grand Bourg. Bicicletas playeras con tierra entre los rayos y en el dibujo de las cubiertas estrechan el espacio para los viajantes. Los brazos cansados por la construcción para otros se muestran firmes, premonitorios de manos callosas, en algunos casos, a pesar de la juventud.
Los Polvorines. Don Torcuato. Faltan ocho para las siete. En los vagones comienza la lucha por los últimos asientos. Las caras en los pasillos también se reconocen. En el furgón los habitués se peticionan papel para tabaco y sacan de estudiados escondites bolsitas de nylon que guardan la futura huida tóxica en forma de hierba.
Boulogne Sur Mer. Punto neurálgico. Como Liniers para los habitantes del Lejano Oeste. Oficinistas del centro. Obreros de todo lugar, que combinan con colectivos para llegar al destino que a veces incluye sábado pagado al cien por cien.
Munro. Me pliego al grupo. Saludo con gesto adusto a los rostros adustos y con un cabeceo cómplice a los que traen los ojos colorados. Las bicicletas se acomodan prolijamente según el orden de descenso.
“Alcohol”, como lo conocen al pelilargo de unos cuarenta y pico, está desayunando su acostumbrada cerveza. En el bolso de cuerina tiene otro envase vacío, previsor, para la hora del almuerzo.
Florida. Ya otras ropas, otras agendas, otro perfume. Padilla, cerca de la Panamericana; ya quedan pocos habitantes en el furgón.
Siete y veinte. Aristóbulo del Valle, seudónimo ferroviario de Puente Saavedra; la marea humana hurga en carteras y bolsillos buscando el boleto que inflexibles piden los guardas de camisa rayada. La multa de cinco pesos es una descompensación salarial en los bolsillos flacos.
- Que rica estás, mami – la aduló con voz firme-. La rubia no se dio por enterada.