martes, 29 de abril de 2008

Rojas

_ En cinco minutos va a venir la nueva profesora, así que sentaditos y a esperarla en silencio – nos recomendó la preceptora.
Los más bravos se pararon y alguno hasta se animó a tirar un bollo de papel. Las chicas siguieron con sus charlatanerías y los del fondo comenzaron a golpear sus escritorios con ritmo murguero. Le comenté a mi compañero de banco que la suplente sería la salvación, que nadie podía ser tan implacable como Rodríguez, el profesor titular de biología, a la hora de una prueba: con unos buenos machetes podría alcanzar el nueve que necesitaba para no llevarme la materia a diciembre.
_ Alumnos, de pie, la señora Rojas.
El silencio irrumpió en el aula una vez que la puerta estuvo abierta. Tenía el cabello negrísimo, largo casi hasta la cintura, la piel blanca como una perla y los labios pintados de un rojo carmesí que hacía juego con las enormes flores estampadas en su vestido beige. El golpeteo de sus tacos contra el piso la acompañó hasta que estuvo parada al frente de la clase. Una voz grave y melódica quebrantó aquel mutismo.
_ Soy la profesora suplente de biología, mi nombre es Miriam Rojas y vamos a estar juntos hasta fin de año, así que espero nos llevemos bien. Pueden sentarse.
Las chicas se miraron con gestos incrédulos de tener frente a sí a una mujer tan bonita. Algunos varones se patearon por debajo de los bancos, otros no necesitaron siquiera hacer una mueca.
_ Es la viuda de la vuelta de la canchita –pensé en voz alta -. La conozco, esta mina a mi viejo lo tiene loco – le susurré a boca torcida a mi compañero, aprovechando el barullo que todos hicieron al sentarse.
No lo podía creer. A la tal Rojas, en el entretiempo de un partido en la sociedad de fomento, mi viejo le dijo un piropo, y la mina se dio vuelta y le pegó un cachetazo. Observé todo desde la puerta del club, pero para que mi viejo no se sintiera mal, jamás le confesé que había presenciado aquella escena. Más de una vez la había visto en las cercanías de la canchita, y siempre me llamó la atención el blanco níveo de su piel y la tersura de sus piernas. Mi vieja, a la que no se le escapa nada, me dijo un día que la cruzamos cerca del Vélez.
_ ¿A vos también te parece linda esa señora, no? A tu papá ya lo agarré mirándola desde los ventanales del club. Hace poco enviudó y creo que es profesora, o algo así.
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Cuando la preceptora anunció que Rodríguez había pedido licencia por enfermedad, todos sentimos un gran alivio. A pocos les interesó la gravedad de lo que padecía; lo realmente importante era que a la hora de rendir el examen de fin de año iba a ser otra persona, y no él, quien estuviese al frente del aula.
De nuestro convaleciente profesor de biología podían destacarse muchas cosas: los impecables trajes, el brillo de cada una de las hebillas de su maletín de cuero, su portentosa voz, la claridad para explicar la lección de turno o la templanza para decirle a cualquiera que no tenía la menor idea de lo que estaba hablando, pero sin duda, su principal cualidad, era la sagacidad que tenía para darse cuenta que uno se estaba copiando.
Cuando Rodríguez tomaba una prueba, caminaba entre las filas de bancos, simulando examinar su corbata, estudiar las manchas de humedad del techo o contabilizar las baldosas del piso, pero todos sus sentidos estaban, en realidad, atentos a atrapar al malhechor que quisiera copiarse de algún machete, o a aquel que intentara, a tontas y locas, buscar ayuda en el compañero más próximo, que siempre estaba lejos, ya que Rodríguez dividía la clase en seis temas.
Dios había escuchado tanto ruego, se había apiadado de nosotros y del resto de las divisiones que lo tenían a cargo de su materia. “El inmortal”, como lo venían llamando en secreto innumerables camadas de alumnos del Nacional 23, estaba enfermo, y con ello, decenas de chicos habían resucitado: el milagro de aprobar biología era posible.
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_ ¿Alvarez?
_ Presente, señorita – respondió, bajo la hipnosis de aquellos labios rojos, el primero de la lista.
La verdad es que era muy bonita la nueva profesora. Desde el día que le pegó el bife a mi viejo, comencé a buscar cualquier excusa para ir al club con el deseo de cruzármela por el barrio. Se me fue tornando una obsesión, que se acentuó el día que entró al aula y supe que la tendría frente a mí, al menos, tres horas por semana. A partir de aquel momento, biología se transformó en mi materia favorita. Estudié denodadamente cada lección que ella explicó, y a la clase siguiente siempre fui el primero en levantar la mano para contestar sus preguntas. Creo que a partir de la cuarta clase ella comenzó a mirarme de una manera distinta. En un juego, para el que tuve que reunir muchas agallas, decidí que la miraría a los ojos tiempo completo, hasta que ella lo notara; y lo notó.
Evitaba mirarme, y cuando yo levantaba la mano para responder me decía: “usted contesta siempre, deje que participen los demás”. Seguí estudiando y seguí levantando la mano, hasta que llegó el día del examen de fin de año. Estaba preparado como nunca lo había estado para una prueba y no me asustaron las veinte preguntas que nos planteó.
Me extendí tanto en las respuestas que cuando sonó el timbre del recreo aún me faltaban responder tres preguntas. Le pedí a la profesora continuar bajo su supervisión, pero de nuevo, sin mirarme, me dijo que el tiempo se había terminado para todos.
En caso de tener todas las respuestas correctas, a cincuenta centésimos por pregunta, calculé que nunca iba a llegar al nueve que necesitaba. En el recreo me acerqué hasta la sala de profesores y pedí hablar con ella un minuto.
_ Ya le dije, Panzotti, el examen terminó.
_ Es que necesito un nueve, y no sé si llego.
_ Se hubiera acordado antes. Ahora, discúlpeme, tengo que ir a otra clase.
Cuando nos devolvió el examen y vi que me había sacado un ocho cincuenta quise llorar, pero aguanté estoico. Esa mañana ella tenía puesto el mismo vestido beige con flores rojas que había traído el día que llegó al colegio, los mismos zapatos y el mismo rojo en los labios. Quise hablarle, pero mirándome fijo a los ojos se negó a escuchar mis súplicas.
_ Panzotti, éste no es el momento ni el lugar – susurró arqueando sus cejas.
Quedé atónito, intentando comprender aquella frase. Fui hasta mi banco y estrujé lentamente aquella prueba, pensando cuál sería el momento, y cuál el lugar. A la tarde, en casa, le comenté todo al desenfadado de mi hermano mayor, que sin titubear me dijo: “¿No me dijiste una vez que sabías donde vive? Esa mina quiere que vayas a la casa. Hacele caso a tu hermanito” me palmeó el hombro y se fue con el mate a la cocina. Una vez, poco antes de que se presente como profesora suplente, la había seguido sin que se diera cuenta; vivía justo atrás del club.
Fui a preparar el bolso para irme a entrenar al Vélez con el consejo alocado de mi hermano dando vueltas en la cabeza. En pleno entrenamiento, en el partido que jugábamos titulares contra suplentes, me quedó la pelota picando frente al arco que estaba de espaldas a su casa. Nunca supe si lo hice adrede, pero le pegué tan mal a aquella pelota que pasó por arriba del alambrado y fue a dar, calculamos todos en ese momento, a la casa de la vecina. Cuando terminó el entrenamiento, el técnico no me dejó escapatoria.
_ Dale, burro, vos la colgaste, vos la vas a buscar. Salí corriendo seguro de lo que iba a hacer, pero cuando estaba dando vuelta a la esquina, a treinta metros de la casa de Rojas, fui aminorando el paso. La presentación de la profesora, el vestido beige, los labios rojos, la pregunta dieciocho y el consejo de mi hermano me pasaron por la mente como una película. Mis pasos se fueron acortando y estaba más transpirado en ese momento que cuando hicimos la entrada en calor. Me detuve frente a la puerta de madera, acomodé un poco mis rulos, respiré hondo y toqué el timbre.
Estaba más bella que nunca, con una camisola blanca y una pollerita de jean. No recuerdo si tenía puesto algo en los pies.
_ A buen entendedor, pocas palabras, Panzotti – me tomó de la mano y me llevó sin rodeos hasta su cuarto.

martes, 8 de abril de 2008

Volví al fulbo.com

Después de catorce meses sin ir a ver fútbol, el sábado (5 de Abril) asistí al estadio Ciudad de Vicente López para presenciar el partido que debía jugar el equipo del cual soy simpatizante. Lo fui planeando en el transcurso de la semana previa, en la que por casualidad me enteré que jugábamos (es el sentido de pertenencia, que se recupera enseguida) contra un clásico rival.
A través de los benditos mensajes de texto me fui comunicando con mis viejos compañeros de cancha y comenzamos a concertar la cita: “a las 13:30 en lo de Carlitos”, un kiosco con una pequeña barra al fondo, con sus paredes repletas de fotos de Manu Ginóbili (¿?), las heladeras provistas de cervezas frías y la panchera pronta para saciar el hambre de aquellos que no llegaran a almorzar en su casa. Como el inicio del partido estaba programado para las tres y media había tiempo suficiente para anoticiarse de la actualidad del equipo, de las cuestiones laborales de los muchachos y hasta para conocer a la nueva pareja de uno de ellos, que debutaba en estos menesteres de ver fútbol en vivo sin el televisor delante.
Cuando la charla ya era profusa y distendida nos llamó la atención la presencia de tres móviles policiales: era la custodia del micro que conducía a los jugadores y directivos rivales hacia el estadio. No había porqué estar nerviosos ya que algunas cosas habían cambiado desde la última vez que había ido a la cancha: en las categorías de ascenso del fútbol argentino los hinchas visitantes no pueden ir a los estadios. Ahí recordé que para curar la rabia los organismos encargados de la seguridad habían tomado el camino más corto: matar al perro.
A las tres y cuarto nos dispusimos a caminar las cuatro cuadras que nos separaban del club. Una vez que compramos las entradas, hicimos la fila para que los agentes policiales designados para el operativo nos palparan con el fin de encontrar púas, facas, cuchillos, cinturones con hebillas de metal o cualquiera de las armas utilizadas, por ejemplo, días atrás por los integrantes de las distintas facciones de la barra de River Plate, en una lucha encarnizada por tomar el poder, tener acceso a las entradas gratuitas (y revender las que sobran), manejar el negocio de los estacionamientos en las adyacencias del estadio y un montón de otras yerbas (y polvos).
El momento en que ingresé al estadio y alcancé a divisar la grama fue tan mágico como la primera vez, y como la última. Un sol pleno acompañó la jornada y pude disfrutar de una sensación única para el hincha: estar en cuero mirando a su equipo. Debo confesar que de a ratos me perdí las acciones de juego observando el ambiente que me rodeaba. Me llamó la atención la gran cantidad de mujeres adolescentes (capullos en jeans ajustados y musculosas) y la reaparición de los bombos murgueros, que hacía unos cuantos años habían sido prohibidos en el ámbito de la provincia de Buenos Aires.
En el entretiempo (mi equipo ya ganaba dos a cero) me puse al tanto de algunos cambios que se sucedieron en mi larga ausencia entre los adalides de la barra. Las caras eran las mismas pero yo no había sido el único que se había ausentado por un tiempo, aunque supongo que los motivos fueron distintos.
Comprobé en el transcuarso del segundo que el cancionero no se había renovado mucho y que mi memoria (emotiva) aún funcionaba. Reparé que en casi todos los cantos se hacía mención al poco valor de los hinchas de otro club o que simplemente se los insultaba, y cuando mi equipo hizo el cuarto gol me di cuenta que a ese festejo le faltaba una parte: al no haber hinchas visitantes no había a quien cargar, por lo tanto casi que perdía sentido. ¿Qué gana uno si no pierde otro? Las cosas están de ese modo, así que tuve que disfrutar de un cuatro a cero sin tener a nadie en la vereda de enfrente.
A la salida decidimos con mis amigos analizar el partido reciente y recordar viejas anécdotas de cancha en un bar lindante con el kiosco donde hicimos la previa. Después de tomar unas cervezas y de comer el choripán que no comí en el entretiempo, saludé a todos y me fui a mi casa sonriente. El cielo estrellado auguraba un buen domingo. Decidí que debía levantarme temprano para comprar el carbón y la reaparecida carne argentina. El 4 a 0 y mi familia se merecían un buen asado.