viernes, 28 de diciembre de 2007

FELIZ AÑO NUEVO!!!

Para todos (especialmente para padres que pueden, con la manguera de los límites y con el agua, a veces turbia, de la educación, apagar el fuego que hay en sus hijos) Feliz 2008!!!

“Cuantas veces les he aconsejado a los que acuden a mí, en su angustia y en su desaliento, que se vuelquen al arte y se dejen tomar por las fuerzas invisibles que operan en nosotros. Todo niño es un artista que canta, baila, pinta, cuenta historias y construye castillos. Los grandes artistas son personas extrañas que han logrado preservar en el fondo de su alma esa candidez sagrada de la niñez y de los hombres que llamamos primitivos, y por eso provocan la risa de los estúpidos. En diferentes grados, la capacidad creativa pertenece a todo hombre, no necesariamente como una actividad superior o exclusiva. ¡Cuánto nos pueden enseñar los pueblos antiguos donde todos, más allá de las desdichas o de los infortunios, se reunían para bailar y cantar! El arte es un don que repara el alma de los fracasos y de los sinsabores. Nos alienta a cumplir la utopía a la que fuimos destinados.”
La resistencia, Ernesto Sábato

martes, 18 de diciembre de 2007

Amores aislados

"habrá que convencer a las viudas del hombre
que todavía sueñan y despiertan
a los que se quedaron sin hijos y sin rumbo
en un fatal único parpadeo
habrá que convencer a huérfanos de asombro
uno por uno habrá que convencerlos
con una verdad pobre irrefutable
que todos somos deudos de sus muertos"
Mario Benedetti

Los despertaron al amanecer y les indicaron que se pusieran el uniforme y subieran a los camiones. Los jóvenes soldados del batallón 404 de Mendoza no sabían hacia donde se dirigían; con lagañas en los ojos y temblorosos por aquella desapacible noche de abril, “Chaco” –así le decían a Ramón Fernández por su procedencia- y sus compañeros se preguntaban adonde los enviarían a esa hora y tan imprevistamente.
“Chaco” fue el primero en subir entre los de su grupo. Se acomodó entre los hierros y la lona húmeda que cubría la parte trasera del camión y extrajo de un bolsillo de su campera una foto de Felisa, su novia. Se limpió la nariz con la manga, puso la foto debajo de su pierna izquierda y extrajo de otro bolsillo una hoja de cuaderno que desde hacía tres días tenía consigo.
En Metán, pueblo natal de Ramón, Felisa no podía conciliar el sueño facilmente desde que su novio había ingresado al servicio militar. Aún cursaba el quinto año del colegio secundario y en los recreos no hacía otra cosa que pensar en su pareja, que subido ya en aquel camión, después de tres horas de viaje, se enteró que su destino era Puerto Argentino, en las Islas Malvinas.
Ramón frotó con sus manos la birome azul que un cabo le había prestado y se decidió a comenzar la carta que tenía ganas de escribir desde hacía unos cuantos días, para plasmar en aquel papel todo lo que sentía por Felisa. Escribió las primeras líneas con un compañero dormido sobre su hombro y tras completar la primera carilla, pensando una frase más, se apoyó sobre su fusil, lagrimeó un poco y decidió guardar la carta para continuar más adelante.
Cuando el comunicado Nº1 del gobierno militar informó sobre la recuperación de las Islas Malvinas, la madre de Felisa dejó de revolver la salsa de tomates que estaba preparando. Ni bien llegó su hija del colegio y recibió la noticia, se puso a llorar, imaginando que su novio podría estar involucrado en aquella gesta.
Con el paso de los días llegaron los primeros informes acerca de la invasión inglesa para recuperar las islas sureñas y la inevitable guerra en la que “Chaco” se vería involucrado.
Una vez instalados en Puerto Argentino, Ramón completó cuatro carillas más de aquella carta, donde le recordaba a su enamorada aquellos paseos primaverales a orillas del río Chajarí, cómo se habían divertido en los últimos carnavales antes de su reclutamiento y cuánto la amaba.
- ¿Todavía estás con esa carta, Chaquito? Le preguntó su compañero de trinchera.
-Y sí, si supieras cuanto me quiere la Felisa. No sabés como la extraño.
-Por lo que me contaste, lo que debés extrañar vos es el morfi de la vieja, qué bien nos vendrían ahora unos ravioles; la verdad es que estoy muerto de hambre.
Los soldados argentinos, mal comidos, y sin el abrigo apropiado para aquel recóndito lugar, luchaban con sus palas para sacar un poco de la escarcha que tenían en el suelo de la trinchera. La comida escaseaba y la comunicación entre puesto y puesto era muy mala.
Una noche, a lo lejos, “Chaco” y sus compañeros de trinchera escucharon los primeros estruendos y fueron viendo como los destellos de las explosiones se iban acercando.
Felisa rezaba todas las noches antes de dormir. Le pedía a San Gabriel que cuidara de Ramón, quien nunca llegó a enviar aquella carta, pues al momento de la rendición de su tropa aún la tenía en el bolsillo de su chaqueta.

lunes, 10 de diciembre de 2007

EL MOZO

Cuando un mozo sale de su casa con las últimas lumbres del día va en busca de su platita diaria, esperando que los clientes sean amables, pacientes y generosos, pero la vida del camarero nocturno no es para cualquiera, sobre todo si ya se contrajo matrimonio y más aún si se tiene un hijo
El traqueteo entre mesa y mesa, las luces de la noche, las buenas propinas y el destello de las copas y los vasos le hacen a uno todo cuesta arriba, pero lo complicado de cada jornada laboral no es el mientras, sino el después, cuando con los compañeros, previamente y según la facturación del caso, ya en los últimos tramos de la noche, comienzan a entrecruzarse guiños y gestos que auguran una salida que nadie sabe a qué hora puede concluir. Siempre está el que tarda en cambiarse, el que rápidamente está listo con su uniforme arrugado en la mochila, y las compañeras que, libres en cuerpo y alma, por fin se sueltan el pelo y se visten con aquella ropa que no antojadizamente escogieron aquella tarde.
Cada grupo, de cada restaurante, suele tener un bar cercano al lugar de trabajo dónde se hacen las primeras armas, quizás aguardando a los encargados del cierre o a aquellos que debieron atender a los últimos comensales. Luego se escoge, con el mayor consenso posible, el próximo punto de reunión, que generalmente no varía mucho, ya que al gastronómico no hay cosa que le caiga mejor que sentirse cliente, poder pedir “lo de siempre”, llamar a su colega por el nombre de pila y esas minucias que también son habituales en el común de los porteños.
Hay veladas más largas que otras, algunas interminables, y otras de un triste final, como aquella en la que con mis compañeros se nos ocurrió deambular por la tierra de la malta, dar algunas vueltas por los recovecos del vodka con speed y pegar las hurras finales con unas rondas de Margarita, una combinación de tequila, triple sec, jugo de limón y azúcar, coronada con sal y una rueda de lima.
Esa noche llegué a casa cuando el sol estaba pintando de celeste las primeras líneas del pentagrama de esta ciudad construida de espaldas al río. Colectiveros y taxistas, algunos habitantes permanentes de las calles y el encargado de la panadería de la vuelta me vieron llegar tambaleante a destino. A unos diez metros de la puerta del edificio saqué el llavero y comencé ahí mismo una batalla con lo sonoro: todo debía realizarlo sigilosamente. Tomé la llave que en su parte plana tiene cavidades de distintos tamaños y profundidades y la introduje en la cerradura. La puerta principal, por suerte, no fue mayor obstáculo en mi regreso al dulce hogar. Las plantas y flores secas que adornaban el hall de entrada estaban inmóviles como siempre. Los sillones de caña color caoba con almohadones blancos me invitaban a descansar, pero debía seguir mi camino sin interrupciones. Me detuve frente al espejo y analicé un poco mi imagen: ojos vidriosos, ojeras algo acentuadas y la barba que parecía ya estar asomando
Iba a subir por el ascensor, pero evaluando que vivía en el segundo piso, opté por la escalera; el ascensor irrumpiría en aquel silencio como la erupción del Vesubio frente a los ojos de una incrédula Nápoles. Cuando subí los veintidós escalones que me separaban del primer piso, el caniche del “C” dio tres ladridos que me aturdieron. Me quedé quieto y se calló. Fue entonces cuando decidí sacarme los zapatos y llevarlos en la mano.
Al llegar al segundo, cuando estuve parado frente a la puerta de mi departamento, me insulté a mí mismo por haber guardado las llaves de nuevo en la mochila. Apoyé los zapatos en el piso, me puse en cuclillas y abrí el cierre de aquel bolsillo con cuidado. Agarré el llavero y con la habilidad de un punguista separé la llave correspondiente a la cerradura de abajo de la puerta de casa. Hacía tiempo que mi mujer había decidido cerrarla con una sola traba para que yo hiciera el menor ruido posible al llegar.
Finalmente estuve adentro. Pensé en ir a tomar agua a la heladera, pero no quise siquiera que aquella luz se encendiera. No era conveniente. A ciegas dejé la mochila arriba del sillón del living y con aire victorioso me dirigí hacia el cuarto. Mi mujer en nuestra cama y la beba en su cuna dormían plácidamente. Me saqué la remera, los pantalones y las medias, y de manera prolija intenté dejar todo en el piso. Al tantear la almohada recordé que estaba puesto el juego de sábanas que hacía dos semanas le había regalado a mi señora para el Día de la Madre. Decidí disfrutar de aquella tersura por completo y también me quité el calzoncillo. La sonrisa victoriosa era casi plena. Me senté en la cama, abrí las sábanas, me oculté bajo ellas, y me puse de espaldas a mi señora, imaginando que entre sueños podría oler mi aliento impregnado de alcohol.
El roce con las sábanas me produjo una pequeña erección. Como de la nada vino a mi mente la figura de Claudia, una de las camareras que había entrado al restaurante dos meses atrás. No tenía un cuerpo ni un rostro especialmente agraciados, pero su sonrisa y el brillo de sus ojos me habían llamado la atención desde el primer día. Su manera de hablar y de mirarme cuando le explicaba algo concerniente al trabajo me producían un cosquilleo adolescente.
No podía creerlo. Me invadieron unas súbitas ganar de orinar, que traían aparejadas otra vez una aventura llena de posibles ruidos que me delatarían ante mi familia. Pensé en aguantarme pero rápidamente supe que sería imposible. Debía levantarme, ir hasta el baño, tomar la decisión de tirar o no la cadena y volver a la cama. Sin tropiezos. Sin ruidos.
Me levanté y fui tanteando paredes hasta toparme con la puerta del baño. Nunca dudé: no encendería la luz. Entré al baño, y con sumo cuidado cerré la puerta. Cuando quise apoyarme en la pared noté que en lugar de los azulejos había un empapelado rugoso. Estaba perdido, desorientado. Cuando me di vuelta y vi el círculo rojo flotando en la oscuridad lo comprendí todo. Estaba en el pasillo, con la puerta del departamento cerrada, sin llaves, desnudo y con unas ganas tremendas de mear.
Quise pensar. Me rasqué la cabeza pero no tardé mucho en darme cuenta que la única solución era tocar el timbre y despertar a mi esposa, y quizás a la beba. Todo aquel combate con los ruidos había sido en vano. Ya nada tenía sentido.
Sólo hizo falta que llamara una vez para que mi mujer se levantase. Cuando abrió la puerta con los ojos entrecerrados, el cabello revuelto y la paciencia colmada, al verme completamente desnudo en el pasillo, sólo atinó a preguntarme:
_¿ Qué hacés así?
_ Permiso - le dije cubriéndome con una mano y la hice a un lado -, me estoy meando.