sábado, 23 de febrero de 2008

Cien años de soledad (o quince dias de sol)

Esperamos el micro ansiosos de abandonar la calurosa Munro. Descanso merecido. El primer día en la playa asoma soleado y García Márquez se me brinda con sus "Cien Años de soledad". Acaricio la tapa para ver si antes de leer me transmite (y contagia) algo.
José Arcadio Buendía y su locura inventiva. Úrsula Iguarán, centenaria, madraza, invencible, única. José Arcadio y su amor por Rebeca, su hermana (adoptiva), y el hogar al lado del cementerio desde donde, después de su muerte, inunda el lugar de olor a pólvora. Aureliano y sus treinta y dos guerras (todas perdidas).
Un chapuzón para menguar el calor. Me seco las manos y me sumerjo de nuevo, pero en las páginas. Pilar Ternera y sus barajas premonitorias. La niña Remedios, que acepta casarse con Aureliano a pesar de ser todavía impúber y hacerse pis en la cama. Aureliano José y José Arcadio, a quien decidieron llamar simplemente Arcadio para no confundirse. Los gemelos José Arcadio Segundo (huelguista) y Aureliano Segundo, esposo de la mezquina Fernanda y concubino de la estoica y digna Petra Cotes.
Otro chapuzón. Y pasan las páginas y pasan los dias. Renata (Meme) y su viaje a Bruselas. Su hermano José Arcadio que nunca llegó a Papa; su hermana Amaranta Úrsula que acaricia a su sobrino en la tina mientras lo baña.
Crema post-solar. Mate, churros y avidez por seguir leyendo. Pensaba leerlo en las vacaciones pero van cinco dias y se me está terminando. Las 32 guerras, la peste del insomnio, las súbitas muertes de los pájaros y las mariposas amarillas que denotan la presencia de Mauricio Babilonia, esposo de Meme y padre de Aureliano.
Mi esposa y mi hija se van a comprar. Me tengo que bañar pero me faltan sólo diez páginas. Opto por quedarme con arena entre los dedos por un rato más. Pienso en Renato Crespi, el caballero italiano que quebrantó para siempre la relación entre Amaranta y Rebeca, y la pianola, los pergaminos, los gitanos, la calle de los Turcos y Melquíades.
Ya está. Ya lo tengo. Estoy por pagar la vieja deuda moral-literaria que tenía con este libro. El amor (de nuevo) incestuoso entre Amaranta Úrsula y Aureliano, total Gastón se va a Europa a recuperar su avión. Ahora sí.
"...y todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra".
Vuelvo a pasarle la palma de la mano sobre la tapa. Agradezco (e insulto) al libro y al autor. Que final. Que libro. Que hijo de puta.

jueves, 14 de febrero de 2008

Salió redondo

Pocos grupos musicales han generado una comunión entre sus fans como Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, una relación que con el paso de las distintas presentaciones se ha dilatado para tomar forma de amistad, una buena conversa o un cigarro fumado a medias sin ningún drama.
El tiempo transcurrido desde la separación de Carlos Solari, Skay Beilinson y el resto de los integrantes del grupo, lejos de menguar el sentimiento de sus seguidores, parece fortalecerlo; se sienten plácidamente obligados a presenciar cada show de sus dos líderes, que hace unos años han conformado sus propias bandas.
El “Indio Solari”, como lo llaman las tribus ricoteras, presentó su primer placa solista en el Estadio Único de La Plata las noches del 12 y 13 de Noviembre de 2005, adonde asistieron más de noventa mil personas. El heterogéneo público - en lo que a edades respecta- comprendió una vez más la armonía en la que se disfrutan estos acontecimientos, que van más allá de un mero concierto de rock. La gente de Los Redondos tiene muy claro que la ceremonia comienza mucho antes que los primeros acordes y finaliza recién cuando uno cae rendido en su cama después de una larga jornada.
Un grupo de jóvenes de la zona norte del gran Buenos Aires fueron el fiel reflejo de esto: compañeros del colegio secundario entre 1984 y 1988, decidieron sin dudar que partirían rumbo a La Plata en cuanto se confirmó la realización de las dos presentaciones. Por horarios de trabajo el recital del domingo era el más apropiado para la mayoría, incluso para Darío (35 años, como el resto) que debía trabajar ese mismo día desde las seis de la mañana hasta el mediodía en una productora televisiva del barrio de Palermo. “Se hace el sacrificio, con una buena siesta se arregla todo” comentó.
En Florida Este, en la casa de Gustavo, que desde otra productora había llegado a las seis de la mañana del mismo domingo, se juntaron Damián (dueño de una camioneta cargada de anécdotas y con mucho kilómetro rutero recorrido), Martín, Miguel y Sergio M. (hermano de Darío, cuatro años mayor que los demás), que una vez más estaría al volante de una misión ricotera, tarea que forjó a partir de los últimos años de la década del ´80.
A ellos se sumó Pablo, un muchacho que conoció Martín en un viaje por la selva mexicana y que, ya en Buenos Aires, le dio trabajo en un bar que aún da dura pelea a la economía argentina.
A las once y cuarto de la mañana, partieron desde Roca y España (¡mamita!, qué nombres) rumbo a Gerli, partido de Lanús, adonde se mudó “El Grisín”, otro de los infaltables a los shows de Patricio Rey desde antes de la aparición de “Un baion para el ojo idiota”, tercer álbum de la banda. El destino, previo fallecimiento de su abuela y partida de su hermano hacia Vigo, España (¿eterno retorno?, ¿la vida es cíclica? , o simplemente “que ahora se la banquen ellos”), lo empujó a una casa antigua con muchas habitaciones, poco ruido exterior, una parrilla apropiada y un patiecito ideal para albergar la previa de la fiesta que estaba por comenzar.
Antes de la una ya estaban todos juntos, cada uno con su vaso de cerveza en mano, a la espera de Darío y de Sergio D, otro buen amigo pero no de ricota, que se acercó hasta lo de El Grisín a compartir el asado, la mateada de la tarde para volverse a la Capital Federal leyendo en trenes y subtes el Página 12 que finalmente nunca sacó de su morral.
Entre varios improvisaron una mesa que alcanzara para los nueve comensales, mientras Damián y Miguel se encargaban de que la carne se cocinara sin arrebatos ni demoras y que la ensalada estuviera condimentada a gusto promedio para que nadie se queje.
La comida, la música de fondo, la cerveza, el vino tinto y otras hierbas transformaron aquella previa – de expectativa casi adolescente- en un sueño hecho realidad; ni roces, ni discusiones de borrachos y algún que otro “hermano querido cómo te quiero”. Todo fue paz y armonía. Cerca de las seis y veinte, cuando Sergio ya había emprendido el regreso a la Capital, a los ocho jóvenes restantes, que ya estaban en los autos, los arropó una alquimia perfecta de ansiedad, expectativa y felicidad.
El día se había presentado caluroso, algo pesado. Después del mediodía algunas nubes amenazadoras comenzaron a cubrir el cielo, pero unas pocas gotas no empañaron la tarde de aquellos ocho pibes de zona norte ni la del resto de las cuarenta y cinco mil personas que coparon La Plata por unas cuantas horas.
En la ruta se cruzaron con muchos autos y camionetas con destino Único; al llegar a las inmediaciones del Estadio, la ansiedad se transformó en nervios, sobre todo para Miguel, que no había comprado su entrada anticipada. “Llevo la guita por las dudas, pero si puedo zafar los 35 mangos mejor”, les había comentado varias veces a sus amigos, que miraban de reojo el cielo y en secreto rogaban que no lloviera y que Miguel pudiera entrar..
Después de caminar ocho cuadras por un boulevard con mucho césped y muchos árboles (la calle 32) llegaron a los primeros controles, donde la seguridad estaba completamente a cargo de la organización, y como supo suceder en los recitales de los Redondos donde no hubo inconvenientes, sin mucha policía cerca.
“Con la entrada en la mano, chicos, por favor” repetían indulgentes los controles, que se limitaban a mirar que cada uno de los que pasaba tuviera en la mano algo que se pareciera a la entrada. Recién en el acceso al estacionamiento, a cien metros de las puertas mismas de la cancha, los controladores estaban separados por escasos centímetros y tenían tras de sí vallas que permitían el paso de a una persona a la vez.
“Decidimos que yo lleve cuatro entradas para confundir un poco” confesó Gustavo, pero quien definió el resultado de la jugada fue Darío, quien pasó primero sin exhibir su boleto, permitiendo que atrás suyo quedaran igual cantidad de tickets que de amigos; así fue que Miguel, tras mirar a sus espaldas y corroborar que quedaba una entrada y que ya todos habían pasado, se sintió casi dentro del show.
“Esperemos que allá hay un control más” susurraron casi todos al unísono, cabuleros, para no festejar antes de tiempo. Darío, empapado de confianza, volvió a encabezar el grupo intentando repetir la jugada anterior, que no fue necesaria ya que los controles de la última valla apenas si se limitaban a pedir que ingresaran “despacio, sin correr”.
Luces, banderas (en sus corazones y en las tribunas) y la emoción renovada de Bambalinas, Satisfaction, Obras, Mar del Plata o Huracán que se hacía carne nuevamente como si nada hubiera pasado, o por todo lo que pasó.
Sonido e imagen. Una voz inconfundible. Un estilo único. Paz total. Las bandas que volvieron satisfechas a sus territorios y que en las afueras del estadio se aplaudieron a sí mismas por la demostración de civismo (así le gusta a los caretas) que acababan de dar y por la demostración musical que acababan de recibir.
A El Grisín lo acercaron hasta Gerli. El resto de los muchachos no pudieron obviar el último paso: unas porciones de mozzarella los aguardaban en la barra de un bar cercano a Puente Saavedra.
Misión cumplida. El sueño de unas semanas atrás hecho realidad, y mejor todavía. Con calor, vino, asado, mate, cerveza y piedra libre para todos los compañeros. El que se lo perdió, se embromó.