miércoles, 18 de junio de 2008

Un viaje

Después de pasar casi un mes en Arraial D´Ajuda, un pueblo separado de Porto Seguro por el río Burhaném, Emiliano y Lucas estaban agotados física y emocionalmente. Las vacaciones de invierno en aquel balneario brasileño del sur de Bahía habían enflaquecido sus cuerpos, el envión nómade y el material artesanal que habían llevado para vender; andaban necesitando algún lugar propicio para el descanso.
Habían llegado a Ajuda después de una experiencia poco memorable en Vitoria, capital del estado de Espíritu Santo. Allí tuvieron complicaciones para cambiar los pocos dólares que tenían, comieron plátanos sin cocerlos pensando que eran bananas comunes, Emiliano contrajo fiebre y Lucas desarraigo. La pensión popular en la que apenas pasaron una noche, donde comieron un ensopado que no les cayó bien, tenía las paredes de un grueso cartón que los separaba, según ellos imaginaron, de malhechores y contrabandistas.
En aquella ciudad, lo único bueno que obtuvieron fue el dato de que en los primeros días de Julio debían estar en Ajuda, ya que allí pasaban sus vacaciones cientos de jóvenes de las principales ciudades brasileñas, dispuestos a gastar sus flamantes reales en el tipo de bijouterie que ellos vendían: unas piezas de resina plástica pintadas a mano por un viejo hippie del Parque Centenario.
Al abandonar Vitoria, después de ocho horas de ómnibus, llegaron finalmente a Porto Seguro, un poblado de casas bajas, plagado de posadas y restaurantes de comidas típicas; un colectivo de línea los condujo hasta el puerto donde tomaron la balsa que los llevó al otro lado del río
La mañana que arribaron a Ajuda se pusieron en campaña para arrendar un cuarto que los albergara a lo largo de todo Julio. Conversaron con el propietario de un bar de apenas seis mesas y una veintena de sillas de hierro despintadas, y fueron a dar a la posada de una mujer de Minas Gerais que vivía allí hacía tres años; rápidamente se pusieron de acuerdo en el precio mensual de la habitación, que incluía una cama matrimonial, otra de una plaza, un baño con ducha y una ventana que daba a la ligustrina que separaba a ese lote del terreno lindante. El mismo hombre del bar se encargó de conseguirles la cantidad suficiente de marihuana para que no los sorprendiera la temporada alta con las manos vacías y las ansiedades plenas.
Conocieron a otros argentinos que residían en Ajuda, a nativos que también vendían artesanías, en su mayoría de coco, y a los europeos que allí se habían recluido. Ni bien comenzó la temporada aquellas piezas pintadas fueron todo un suceso, y en la playa muchas señoritas los invitaban a sus posadas a fin de comprarles collares, pulseras y aros en cantidad.
Los días se sucedieron y sus ahorros fueron aumentando. En la posada conocieron a un trío de jóvenes marplatenses que habían traído desde la India un material tan bueno como caro para aquel lugar; con ellas se trasladaron hasta Trancoso, el primer pueblo al sur de Ajuda, y traspusieron el cerco de la Fazenda Verde, una chacra donde habitaban, vacas, cebúes y hongos de dudosa efectividad. Lucas recogió algunos de ellos en una bolsa de nylon que tenía en su morral y al llegar al poblado de Trancoso, en el baño de un bar, los lavó e invitó a su amigo a comerlos.
_ ¿ Se comerán así, sin curarlos, sin hacer ningún preparado? - preguntó inseguro Emiliano.
_ Ustedes están locos, miren si son venenosos - opinó una de las chicas de Mar del Plata.
_ Venenosas son las mujeres y, sin embargo, cada vez que puedo, me como una –fue la respuesta de Lucas mientras masticaba el tallo del primer cucumelo. Emiliano extendió la mano pidiendo su ración y sentados en un paredón bajo de cemento todos aguardaron el bus que los devolvería a Ajuda.
Cuando llegaron a la posada, los chicos se dieron un baño rápido y fumaron un cigarrillo de marihuana para propiciar el efecto de los hongos que habían ingerido. Compartieron unas galletitas de agua, por miedo a que comer pesado les hiciera mal, y bajaron a la playa para disfrutar de la fiesta que uno de los balnearios organizaría esa noche.
Era temprano. Había poca gente, así que se acostaron en unas reposeras de madera de un balneario cerrado y comenzaron a recordar anécdotas de sus días y noches en Buenos Aires. Se rieron hasta las lágrimas y entendieron que aquel era un buen momento para tomar las primeras caipirinhas de la noche.
Caminando hacia la barraca de tragos más cercana, se detuvieron bajo la luz de un farol y ambos se examinaron con cuidado las pupilas, para ver cuál era el tamaño de las mismas. Coincidieron en que el aspecto general era bueno y, aún dubitativos sobre el efecto que les habían producido aquellos hongos, brindaron con sus caipirinhas y comenzaron a analizar el ambiente que los rodeaba. Emiliano empezó a mover lentamente sus pies al ritmo de la música cuando notó que se le había acercado un perro. Él se movía a su derecha y el perro lo seguía. Daba dos pasos a la izquierda y el animal hacía lo mismo.
_ Mirá la perra que te levantaste – gritó Marcos, un argentino que también se estaba ganando la vida vendiendo artesanías.
Lucas fue a parar al suelo de la risa y Emiliano, sonriente, siguió bailando con su fiel compañero cuadrúpedo. Minutos más tarde la situación le recordó un fragmento de Viaje a Ixtlán, un libro que estaba leyendo desde la noche que salieron de la terminal de Retiro.
_ ¿Será que esto está pegando en serio? – se preguntó algo preocupado.
_ Emi, ¿querés tomar una cervecita gratis? –invitó Marcos.
_ Sí, ¿cómo no? –le hizo un gesto a Lucas que iba a dar una vuelta y se fue con el otro artesano.
Se alejaron de las luces de la fiesta y Emiliano se preguntó adónde es que iban a tomar la cerveza, ya que por la noche sólo abrían las barracas del balneario que hacía las fiestas de turno.
_ Acá llegamos, vení, sosteneme la madera – le pidió Marcos frente a una barraca cerrada, con las luces apagadas y donde nadie los atendería.
Emiliano, perplejo, dudó, pero la seguridad con que Marcos hizo fuerza para empujar hacia adentro la madera lo paralizó. No pudo pensar, así que sostuvo la placa de madera mientras su colega se subía sobre la barra de un salto y se introducía en el pequeño local. Una tras otra, Marcos fue poniendo botellas de cerveza sobre la barra, a medida que las sacaba de una heladera.
_ Che, ya está bien - susurró Emiliano, mientras trataba de vigilar que nadie se acercara.
A lo lejos se escuchaba la música de la fiesta e iluminaban el lugar las luces del parador. De repente creyó sentir, mezclado con el sonido de la música, unos gritos. Se dio vuelta y soltó la madera.
- Ladrao, ladrao –fue lo que le pareció escuchar proveniente de una figura que se acercaba rápido, a contraluz.
Olvidó las cervezas y a su nuevo amigo, y emprendió una loca carrera hacia la pequeña cuesta de arcilla que separaba a aquella playa del centro de Ajuda. En ese momento se largó una fina pero intensa lluvia tropical. No se dio vuelta siquiera una vez para comprobar si aquel polizón de su desatinado acto de complicidad lo seguía. Corrió y corrió, mirando hacia adelante, con la boca abierta y el corazón inquieto. No se cruzó a nadie hasta que comenzaron a aparecer las primeras posadas ubicadas en la calle Caminho da praia, que también era de arcilla
Cuando llegó a la principal, la Broadway, se encontró con un moreno que no supo informarle si a esa hora encontraría alguna embarcación que lo llevase hasta Porto Seguro. Sólo pensaba en huir. Se sintió atrapado, y decidió correr hasta la posada. Al llegar frente a la puerta de madera de la habitación, palpó sus bolsillos y pensó que había perdido las llaves.
_ Má, sí, yo la tiro abajo – y con un golpe de hombro logró arrancar la cerradura.
Entornó la puerta y se dispuso a buscar el dinero que habían acumulado en aquellos propicios días de venta. Cuando lo tuvo en la mano, pensó en contarlo, pero la cantidad no hacía a la cuestión. Abrió la ventana y, luego de guardar aquellos reales con las estacas de la carpa que hacía casi un mes descansaba bajo la cama matrimonial, en un movimiento estuvo entre los ligustros que separaban a la posada del terreno vecino. Allí guardó el improvisado paquete, por si tuviese la desgracia de caer preso o, en el peor de los casos, fuese atrapado por los nativos, que le proporcionarían una venganza mucho más difícil de soportar que unos pocos días en la celda de la comisaría de Porto.
Una vez que el dinero estuvo a salvo, escondió en el otro extremo del ligustro su ropa mojada: así evitaría ser culpado de algo que no tendrían más pruebas que la declaración de alguien que lo vio parado al lado de una barraca cerrada, con unas cervezas apoyadas sobre la barra.
Se puso un short de baño, una remera seca y se acostó en la cama matrimonial. La lluvia golpeaba contra el tejado y su corazón contra el pecho. Intentó serenarse y controlar su respiración. Con un sentimiento contradictorio esperaba que nadie llamara a la puerta de su cuarto, y al mismo tiempo, aguardaba que irrumpieran contra ella, sedientos de hacer justicia por mano propia. Cada automóvil que paró en la puerta de la posada, donde había un lomo de burro, pudo haber sido el de la policía. Cada voz que se escuchaba pudo ser la del hombre que él en ningún momento constató que lo había seguido.
Pasaron los minutos y se fue calmando. Pensó en su amigo, que estaría pasándola muy bien en la fiesta de la playa, y recordó a Marcos, a quien había abandonado dentro de la barraca. De a ratos lo invadía un gran sentimiento de culpa, pensando que quizás lo estarían moliendo a palos, pero “todo había sido idea suya”, y eso lo tranquilizaba. Esperó en vano a su amigo, y finalmente, a poco de amanecer, se durmió.
Cuando despertó, llegó a ver a una acompañante de su amigo, que lo abandonaba con un beso en la frente. Pensó en despertarlo para contarle lo que había sucedido desde que lo despidió en la fiesta en busca de unas cervezas, pero lo dejó dormir. Ya en la cocina - que todos los huéspedes de la posada compartían en un quincho- preparó su desayuno y se sentó a esperar a Lucas. Estaba nervioso y aún dudaba acerca de si alguien lo estaba buscando puertas afuera. Decidió no bajar a la playa y esperó casi hasta el mediodía a que su amigo despertara. Una vez que Lucas se hizo presente en la cocina, Emiliano le contó lo sucedido con pelos y señales, esperando un consejo de cómo manejarse en las próximas horas.
_ Vida normal, pibe. No pasa nada.
_ ¿ Y si me reconocen?
_ Ni siquiera estás seguro si alguien te siguió, dejate de joder.
A pesar de la confianza que trataba de infundirle su amigo, Emiliano optó por dormir una siesta y no abandonó la posada hasta la noche. Recogió su larga cabellera, con el fin de cambiar un poco su fisonomía respecto de la noche anterior, y salió a la calle. Cada hombre que se le cruzaba podría haber sido aquel. Todos los ojos parecían escudriñarlo.
Sentados en la mesa del bar donde solían cenar, Lucas y Emiliano compartieron una porción abundante de arroz, feijao, ensalada y pollo frito. Llegaron algunos amigos argentinos y en cuanto se sentaron en la mesa ambos les comentaron lo sucedido la noche anterior. Como nadie había escuchado ningún comentario en el pueblo referente a un robo infructuoso de cervezas, Emiliano fue convenciéndose que nada pasaría. El paso de los días le hicieron casi olvidar el tema, sobre todo cuando se enteró por un conocido que su cómplice se encontraba en Porto Seguro vendiendo sus artesanías. Volvió a trabajar diariamente en la playa con sus pulseras y colgantes pintados a mano y, junto a su amigo, siguieron aumentando el ahorro que ya no estaba escondido en la ligustrina que estaba detrás de la ventana del cuarto.
La temporada fue llegando a su fin y el cansancio se hacía notar. A una pocas horas de micro y una hora de balsa tenían el próximo destino de su derrotero: Morro de San Pablo, una isla paradisíaca que en la baja temporada no podía brindarles más que descanso y buenos momentos. Siguiendo los consejos de muchos argentinos residentes y de una guía que habían comprado en Río de Janeiro, sacaron los pasajes rumbo a Valença, la ciudad más cercana del continente a Morro de San Pablo.
- No se olviden, argentinos, la chapa del bus dice Bom Jesús da Lapa, que es el último destino – les advirtió la muchacha de la ventanilla.
- Todo bien, no hay problema- contestaron.
El micro partiría a las ocho y media de la noche y Emiliano y Lucas estuvieron allí veinte minutos antes, tras suplicar en la balsa que el colectivo que los llevaría hasta la terminal de micros pasara rápido.
Transpirados y con sus mochilas a cuestas respiraron tranquilos cuando vieron en el reloj de la rodoviaria que habían llegado con tiempo suficiente para comer unos pasteles de camarones y tomar unas latas de cerveza. Transcurrieron varios minutos y el micro no apareció; a las ocho y cuarenta comenzaron a preocuparse. Emiliano dejó su mochila a un lado y comenzó a caminar en círculos.
_ Sentate, ya va a venir. No me pongas nervioso.
Arribaban micros de distintas empresas pero el de ellos no llegaba. Emiliano no aguantó más y fue a preguntar por su ómnibus.
_ Se acaba de ir, es el que decía Bom Jesús da Lapa. Ayer les aclaré que no decía Valença.
El estupor de Emiliano se reflejó en el rostro de Lucas cuando su amigo le dio la noticia. Se quedaron sentados terminando su cerveza y sin hablar se dirigieron a tomar el colectivo que los llevaría de nuevo a la ciudad.
_ Vamos a lo de las chicas, están en una posada cerca del puerto –aconsejó Emiliano.
Las jóvenes marplatenses hacía unos cuantos días se habían mudado a Porto Seguro, donde tenían mayor éxito con su mercadería. Los chicos argentinos las fueron a buscar a la feria de artesanos y les pidieron las llaves de su cuarto para dejar allí las mochilas. Después de cenar en un comedor de nativos, Lucas, con las manos en los bolsillos de su bermuda y Emiliano, de brazos cruzados, caminaron pensativos nuevamente hacia la feria.
_ Y ahora, ¿ qué van a hacer? – preguntó una de las chicas de Mar del Plata.
_ Nada, como estábamos ahí nos cambiaron los pasajes para el primer micro de mañana, a las seis y media –respondió Emiliano.
_ Nos vamos a quedar despiertos toda la noche, mañana nos vamos sí o sí –agregó Lucas.
Les devolvieron las llaves a sus fortuitas compañeras de viaje y se fueron a la “Lambandería”, una disco de lambadas y música Axé, a dejar que las horas se sucedieran. Tomaron algunas capetas (un trago con vodka, leche condensada, guaraná en polvo, una cucharadita de cacao y canela a gusto) y a esos de las cuatro y media fueron a la posada donde habían dejado su equipaje.
Con un silbido y unos leves golpes a la puerta del cuarto llamaron la atención de las marplatenses, que aún no habían conciliado el sueño. Se sentaron en la cama que quedaba libre y entablaron una amena charla con sus amigas. A medida que la conversación fue perdiendo adeptos –dos de las chicas se durmieron a los quince minutos- los chicos se fueron acomodando en la cama, con sus mochilas como almohadas. Finalmente quedaron ellos dos sosteniendo una plática que se fue diluyendo hasta que la vigilia se convirtió en sueño.
Sobresaltado, Emiliano se despertó y tomó de manera intempestiva el brazo de una de las chicas, intentando ver en su reloj qué hora era. Eran las seis y cinco.
_ Lucas, se nos va el bondi –lo despertó zamarreándolo de un hombro.
Tomaron todas sus pertenencias y con un apurado “nos vemos por ahí, gracias” se despidieron de las marplatenses. Aprovecharon que estaban cerca de la balsa y fueron a buscar un taxi, pero a esa hora ningún taxista en Porto Seguro estaba al volante de su automóvil. Corrieron una cuadra y media hasta la parada del ómnibus, que tardó veinte minutos en aparecer.
_ A la rodoviaria por favor.
A las seis y treinta y cinco se bajaron aparatosamente con sus mochilas y bolsos de mano, casi tropezando en el estribo del colectivo. Emiliano quiso creer en su suerte pero le desconfió a un micro de la empresa que ellos debían tomar que abandonaba presuroso su dársena. Se acercaron hasta la ventanilla y se agacharon para que su voz pasara más clara por la hendija inferior del vidrio que los separaba de la expendedora de boletos.
_ No me diga que ese micro que se fue...
_Otra vez argentinos, ustedes son joda – les contestó la señorita que los había atendido en las dos oportunidades anteriores.
Lucas puso sus manos en la cintura y clavó la vista en el techo de madera de la terminal de micros. Su amigo apoyó sus codos en el mostrador de la empresa Sao Geraldo y se rascó la cabeza. La vendedora de tickets y el encargado, que los había visto perder el micro a las ocho y media de la noche anterior, se miraban incrédulos. Los muchachos se sentaron en un banco frente a la ventanilla y se quedaron allí cinco minutos, con la cabeza gacha, sin mencionar palabra alguna. La temperatura comenzaba a subir y decenas de ómnibus devolvían a los turistas a sus ciudades de origen, finalizada ya la temporada.
_ Eh, argentinos, vengan- los llamó el encargado.
Se levantaron con sus mochilas sobre sus espaldas y desalentados se atrevieron sólo a preguntar: “¿Sí?”.
_ ¿Adónde es que quieren ir?
Algo más animados contestaron al unísono: “A Valença, a Morro de San Pablo”. Con una sonrisa de perlas, contrastante con su piel morena, el encargado les dio la gran noticia.
_Voy a hacer una excepción, sólo porque vi lo que les pasó. Pero no se acostumbren, esto no pasa siempre en el Brasil.
_Muito obrigado – agradecieron en un peliagudo portugués.
Tomaron sus nuevos boletos, para las ocho y media de la noche, y se fueron sonrientes hacia la parada del colectivo que los transportaría una vez más al centro de Porto Seguro Ya en el colectivo se preguntaron qué harían durante el día que les quedaba por delante. No se pusieron de acuerdo. Ambos tomaron la balsa hacia Arraial D´Ajuda, pero Emiliano decidió quedarse con sus cosas en las playas más cercanas al puerto y Lucas se tomó una combi hasta el centro mismo de Ajuda.
Un mes lleno de diversión, combinada con trabajo, había quedado atrás; los había cansado física y emocionalmente. Las desinteligencias para partir hacia Morro de San Pablo marcaron cicatrices que cerrarían cuando se pegaran el primer chapuzón en el próximo destino. A las ocho menos cuarto se encontraron en la terminal de micros y finalmente partieron hacia Valença. Nuevas aventuras los aguardaban.