sábado, 13 de noviembre de 2010

Salió redondo

Pocos grupos musicales han generado una comunión entre sus fans como Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, una relación que con el paso de las distintas presentaciones se ha dilatado para tomar forma de amistad, una buena conversa o un cigarro fumado a medias sin ningún drama.
El tiempo transcurrido desde la separación de Carlos Solari, Skay Beilinson y el resto de los integrantes del grupo, lejos de menguar el sentimiento de sus seguidores, parece fortalecerlo; se sienten plácidamente obligados a presenciar cada show de sus dos líderes, que hace unos años han conformado sus propias bandas.
El “Indio” Solari, como lo llaman las tribus ricoteras, presentó su primera placa solista en el Estadio Único de La Plata las noches del 12 y 13 de Noviembre de 2005, adonde asistieron más de noventa mil personas. El heterogéneo público - en lo que a edades respecta- comprendió una vez más la armonía en que se disfrutan estos acontecimientos que van más allá de un mero concierto de rock. La gente de “Los Redondos” lo tiene muy claro; la ceremonia comienza mucho antes que los primeros acordes, y finaliza recién cuando uno cae rendido en su cama después de una larga jornada. Un grupo de jóvenes de la zona norte del gran Buenos Aires fueron el fiel reflejo de ello: compañeros del colegio secundario entre 1984 y 1988, decidieron sin dudar que partirían rumbo a La Plata en cuanto se confirmó la realización de las dos presentaciones. Por horarios de trabajo, el recital del domingo era el más apropiado para la mayoría, incluso para Darío (35 años, como el resto) que debía trabajar ese mismo día desde las seis de la mañana hasta el mediodía en una productora televisiva del barrio de Palermo. “Se hace el sacrificio, con una buena siesta se arregla todo”, pensó.
En Florida Este, en la casa de Gustavo, que desde otra productora había llegado a las seis de la mañana del mismo domingo, se juntaron Damián (dueño de una camioneta cargada de anécdotas y con mucho kilómetro rutero recorrido), Martín, Miguel y Sergio M. (hermano de Darío, cuatro años mayor que los demás), que una vez más estaría al volante de una misión ricotera, tarea que forjó a partir de los últimos años de la década del ´80.
A ellos se sumó un muchacho que conoció Martín en un viaje por la selva mexicana y que, ya en Buenos Aires, le dio trabajo en un bar que aún da dura pelea a la economía argentina.
A las once y cuarto de la mañana, partieron desde Roca y España rumbo a Gerli, partido de Lanús, adonde se había mudado “El Grisín”, otro de los infaltables a los shows de Patricio Rey desde antes de la aparición de “Un baion para el ojo idiota”, tercer álbum de la banda. El destino, previo fallecimiento de su abuela y partida de su hermano hacia Vigo, España, lo empujó a una casa antigua con muchas habitaciones, poco ruido exterior, una parrilla apropiada y un patiecito ideal para albergar la previa de la fiesta que estaba por comenzar.
Antes de la una ya estaban todos juntos, cada uno con su vaso de cerveza en la mano, a la espera de Darío y de Sergio D, otro buen amigo pero no de ricota, que se acercó hasta lo de El Grisín a compartir el asado y la mateada de la tarde para volverse a la Capital Federal leyendo en trenes y subtes el “Página 12” que finalmente nunca sacó de su morral. Entre varios improvisaron una mesa para los nueve comensales, mientras Damián y Miguel se encargaban de que la carne se cocinara sin arrebatos ni demoras y que la ensalada estuviera condimentada a gusto promedio para que nadie se quejara.
La comida, la música de fondo, la cerveza, el vino tinto y otras hierbas transformaron aquella previa – de expectativa casi adolescente- en un sueño hecho realidad; ni roces, ni discusiones de borrachos y algún que otro “hermano querido cómo te quiero”. Todo fue paz y armonía. Cerca de las seis y veinte, cuando Sergio ya había emprendido el regreso a la Capital, a los ocho jóvenes restantes, que ya estaban en los autos, los arropó una alquimia perfecta de ansiedad, expectativa y felicidad.
El día se había presentado caluroso, algo pesado. Después del mediodía algunas nubes amenazadoras comenzaron a cubrir el cielo, pero unas pocas gotas no empañaron la tarde de aquellos ocho pibes de zona norte ni la del resto de las cuarenta y cinco mil personas que coparon La Plata por unas cuantas horas.
En la ruta se cruzaron con muchos autos y camionetas con destino Único; al llegar a las inmediaciones del Estadio, la ansiedad se transformó en nervios, sobre todo para Miguel, que no había comprado su entrada anticipada. “Llevo la guita por las dudas, pero si puedo zafar los 35 mangos mejor”, les había comentado varias veces a sus amigos, que miraban de reojo el cielo y en secreto rogaban que no lloviera y que Miguel pudiera entrar.
Después de caminar ocho cuadras por un boulevard con mucho césped y muchos árboles (la calle 32) llegaron a los primeros controles, donde la seguridad estaba completamente a cargo de la organización, y sin mucha policía cerca.
“Con la entrada en la mano, chicos, por favor” repetían indulgentes los controles, que se limitaban a mirar que cada uno de los que pasaba tuviera en la mano algo parecido a la entrada. Recién en el acceso al estacionamiento, a cien metros de las puertas mismas de la cancha, los controladores estaban separados por escasos centímetros y tenían, tras de sí, vallas que permitían el paso de a una persona a la vez.
Decidieron que Gustavo lleve cuatro entradas para confundir un poco, pero quien definió el resultado de la jugada fue Darío, quien pasó primero sin exhibir su boleto, permitiendo que atrás suyo quedaran igual cantidad de tickets que de amigos; así fue que Miguel, tras mirar a sus espaldas y corroborar que quedaba una entrada y que ya todos habían pasado, se sintió casi dentro del show.
“Esperemos que allá hay un control más” susurraron casi todos al unísono, cabuleros, para no festejar antes de tiempo. Darío, empapado de confianza, volvió a encabezar el grupo intentando repetir la jugada anterior, pero no fue necesaria ya que los controles de la última valla apenas si solicitaban que ingresaran “despacio, sin correr”.
Luces, banderas (en sus corazones y en las tribunas) y la emoción renovada de Bambalinas, Satisfaction, Obras, Mar del Plata o Huracán, se hacía carne nuevamente como si nada hubiera pasado, o por todo lo que pasó.
Sonido e imagen. Una voz inconfundible. Un estilo único. Paz total. Las bandas volvieron satisfechas a sus territorios y, en las afueras del estadio, se aplaudieron a sí mismas por la demostración de civismo (así le gusta a los caretas) que acababan de dar y por la demostración musical que habían recibido.
A “El Grisín” lo acercaron hasta Gerli. El resto de los muchachos no pudieron obviar el último paso: unas porciones de mozzarella los aguardaban en la barra de un bar de Puente Saavedra. Misión cumplida. El sueño de unas semanas atrás hecho realidad, y mejor todavía. Con calor, vino, asado, mate, cerveza y piedra libre para todos los compañeros. El que se lo perdió, se embromó.

martes, 2 de noviembre de 2010

Entre Copas

—¿Esta es la cola para sacar las entradas de la final? – le preguntó Miguel al último de la fila, desde la más profunda vergüenza que puede invadir a un chico de 14 años. El más gordo, según le pareció a él, con voz ronca no demoró en generar con su respuesta una carcajada entre los más cercanos: “ No, si va a ser la cola para el cine, pibe”.
Miguel se encogió de hombros como pidiendo disculpas y, tras dejar su lugar a dos muchachones que sostenían entre ambos tres latas de cerveza, se apoyó en la pared y comenzó a leer una página cualquiera del diario que había comprado a la mañana, procurando olvidar ese mal momento.
Independiente había llegado a la final de la Copa Libertadores y la victoria en el partido inicial por uno a cero frente al Gremio, en Porto Alegre, había despertado entusiasmo incluso en hinchas ajenos a los sentimientos del club de Avellaneda.
Fernando, compañero de primer año del colegio secundario de Miguel, aquella tarde no podía faltar al entrenamiento de su equipo de baby-fútbol, pero al llegar a su casa no demoró en llamar a su amigo para preguntarle cómo le había ido en la sede de la Avenida Mitre:
— ¿Y Migue, conseguiste la entrada?
— Estuve como cuatro horas, pero pude sacarla; eso sí, mañana llevame la guita sino mi vieja me va a matar. Ahora, ¿Vos estás seguro que con una sola popu pasamos los dos?
—Obvio, si somos menores, además van a ser todos de Independiente y van a estar de fiesta, tranquilo- le respondió Fernando mientras buscaba en una caja de zapatos un cassette de Led Zeppelín que Fabián, uno de sus hermanos mayores, había comprado recientemente.
Miguel era hincha de Boca, se había criado en Olivos y hacía cinco meses había conocido a su amigo, quien desde Belgrano viajaba hasta Florida para asistir a clases en el Nacional Nº 1. Fernando era hincha de River, pero a ambos los unía la simpatía por Defensores de Belgrano, club al que alentaban sábado por medio, cuando los del bajo jugaban en su pequeño estadio de Comodoro Rivadavia y Avenida Libertador.
Algunos de sus compañeros no entendían qué era lo que los motivaba a viajar una noche de miércoles hasta Avellaneda –tan lejana como Estambul para aquellos pibes de zona norte- para ver un partido de un equipo del cual no eran hinchas.
— ¿Ustedes saben cuánto hace que un equipo argentino no gana una Libertadores? -los cuestionó Miguel, en tono casi inquisidor-. Desde el ´78, cuando Boca le ganó al Deportivo Cali que dirigía Bilardo –agregó sin dar tiempo a que alguien le respondiera.
— Hace mucho que esperábamos este momento – comentó Fernando - es algo único, como ir al teatro o ver una buena película en el cine.
— Si yo quisiera ir, mis viejos igual no me dejarían ni en pedo - confesó Carlitos-, espero que no les pase nada - agregó.
El día del partido se acercaba y la ansiedad y los nervios se iban apoderando de Miguel y Fernando, que hojeando viejas ediciones de la revista El Gráfico - donde Santoro, Pastoriza y el “Chivo” Pavoni eran protagonistas destacados- sentían que cursaban una catequesis obligatoria previa a la comunión copera que se aproximaba.

EL FÚTBOL NO ERA TODO

Cuando ganaron las elecciones de su división para ser los delegados en el centro de estudiantes, Fernando y Miguel se unieron más allá del fútbol. Algunas ideas no muy claras pero firmes acerca de los derechos humanos, de lo que significaban los desaparecidos y el golpe militar del ´76, los llevó a sumarse a cuanta manifestación se realizara, que en 1984 (plena primavera democrática) se organizaban casi diariamente.
Protestar contra el F.M.I., pedir “paredón para todos los milicos que vendieron la nación” y “la cabeza de Luciano Benjamín (Menéndez)” era más común que cantar el himno o rezar el Padrenuestro.
El sábado anterior a la revancha entre los de Avellaneda y los gaúchos brasileros –que aún no podían creer haber perdido de local con aquella jugada de fútbol 5 que definió Jorge Burruchaga - Miguel y Fernando se encontraron en el comité del partido de centroizquierda al que asistían hacía dos meses.
Un paquete de azúcar húmeda y uno de yerba en el que sólo quedaba polvillo, amenizaban la reunión en la que ellos se limitaban a escuchar, cebar mates y cada tanto proponer algún cassette de Serrat o Quilapayún para distender las acaloradas discusiones. La decisión sobre cómo y qué pintar en la pancarta que llevarían al frente de la columna que representaría a su agrupación, no era fácil de tomar.
En uno de los intervalos, Fernando encontró debajo de unas viejas guías telefónicas otra de transportes, de donde sacaron los datos necesarios para llegar a la recóndita zona sur del gran Buenos Aires.
—Nos encontramos en la estación de subte que está abajo del puente Pacífico y ahí nos tomamos el 93, que nos deja re-cerca - sugirió Fernando-. Sin olvidarse de exigir puntualidad y remarcándole la importancia de llegar temprano, Miguel, antes de despedirse le insistió una vez más: “a las siete ahí, así hacemos todo con tiempo”.

A LA HORA SEÑALADA

En la previa, que no contaba con canales de cable ni periódicos que de lunes a lunes se ocuparan exclusivamente de deportes, todo parecía fácil para Independiente, que después de casi una década aparentaba haber recuperado su mística ganadora en torneos internacionales. Apenas unas declaraciones del aguerrido marcador lateral izquierdo, Carlos Enrique, calentaron un poco el ambiente.
— Así que el 7 de ellos, ese Renato Portaluppi, es guapo y viene siempre por mi lado; bueno, lo vamos a recibir como corresponde - respondió ante la requisitoria periodística.
A los tres minutos, en el primer avance de los brasileños, Renato intentó desbordar por la punta derecha y sin que nadie impactara en su humanidad ni en la pelota, dejó que ésta se fuera mansamente al lateral. Dos segundos antes, entre él y la pelota, Enrique había sobrevolado la zona con sus dos pies hacia delante, sin tocar a nadie, demostrando que sus declaraciones iban a cumplirse a rajatabla. La acostumbrada pasividad de los árbitros para con los locales en este tipo de competencias así lo permitía.
—Mirá, se fue a la izquierda el cagón, éste no la toca más en toda la noche- comentaron Miguel y Fernando, que hacía más de una hora habían ingresado sin inconvenientes, con una sola entrada, a la tribuna que habitualmente ocupan los simpatizantes visitantes.
El partido tuvo un desarrollo pobre. Los brasileros podían poco e Independiente, a pesar de contar con Giusti, Marangoni, Bochini y compañía, arriesgó menos. El público, ante la inminente consagración, desató en los últimos minutos un griterío que aplacó aún más los tibios avances de los atacantes del Gremio.
Cuando el juez marcó los dos minutos adicionales que debían jugarse, ya eran cientos los hinchas que estaban detrás de ambos arcos, aguardando la finalización del encuentro. En las cabeceras utilizaron los carteles de publicidad -en aquel entonces de chapa- a modo de puentes para poder sortear la fosa con agua podrida que aguardaba a aquellos que dieran un paso en falso.
Fernando y Miguel se miraron y sin dudar bajaron corriendo para detenerse sólo una vez dentro del campo de juego, donde aquellos muchachones de las latas de cerveza –Miguel habría jurado que eran los mismos- les arrebataron en sus narices el banderín del córner que intentaban llevarse de recuerdo.
Dieron dos vueltas olímpicas alucinados con la fiesta que se vivía en las tribunas. Al salir del estadio se dejaron llevar por la marea humana que los condujo hasta una avenida desconocida para ellos, y una pizzería pareció ser el mejor refugio para aguardar que la euforia se apagara un poco y que los colectivos comenzaran a circular normalmente.
Revisaron sus flacos bolsillos y se dieron cuenta que apenas juntaban para dos porciones de muzzarella y una de fainá a compartir. Cuando quisieron emigrar del Estambul bonaerense unos hombres ebrios les aconsejaron tomar un taxi: “no hay más bondis pibe, son la una menos cuarto,
¿a dónde quieren ir?”. Fernando y Miguel volvieron a mirarse, pero esta vez no tuvieron la misma seguridad que en el momento de invadir la cancha.
—Llamemos a mi hermano Santiago, así nos viene a buscar con el coche, recién debe haber llegado de la facultad –sugirió el pibe de Belgrano -.
—¿ A esta hora lo vas a hacer venir hasta acá? Vos estás loco- fue la respuesta de un Miguel con el ceño fruncido y las zapatillas húmedas desde hacía dos horas.
— No pasa nada, lo llamo y en menos de una hora esta acá y te lleva hasta tu casa - contestó con su habitual seguridad Fernando, que en el bolsillo chico del pantalón encontró los dos pesos que tenía destinados para la vuelta. Pidió dos empanadas de jamón y queso que comieron parados, en la barra, escuchando las historias que unos posters desteñidos relataban en aquella madrugada en la que parecían recobrar brillo.
El Renault 18 finalmente llegó. Santiago se mostró de buen humor y escuchó atento la historia de Miguel y Fernando, que había comenzado una semana atrás en una cola imposible de confundir con la de un cine.