martes, 2 de noviembre de 2010

Entre Copas

—¿Esta es la cola para sacar las entradas de la final? – le preguntó Miguel al último de la fila, desde la más profunda vergüenza que puede invadir a un chico de 14 años. El más gordo, según le pareció a él, con voz ronca no demoró en generar con su respuesta una carcajada entre los más cercanos: “ No, si va a ser la cola para el cine, pibe”.
Miguel se encogió de hombros como pidiendo disculpas y, tras dejar su lugar a dos muchachones que sostenían entre ambos tres latas de cerveza, se apoyó en la pared y comenzó a leer una página cualquiera del diario que había comprado a la mañana, procurando olvidar ese mal momento.
Independiente había llegado a la final de la Copa Libertadores y la victoria en el partido inicial por uno a cero frente al Gremio, en Porto Alegre, había despertado entusiasmo incluso en hinchas ajenos a los sentimientos del club de Avellaneda.
Fernando, compañero de primer año del colegio secundario de Miguel, aquella tarde no podía faltar al entrenamiento de su equipo de baby-fútbol, pero al llegar a su casa no demoró en llamar a su amigo para preguntarle cómo le había ido en la sede de la Avenida Mitre:
— ¿Y Migue, conseguiste la entrada?
— Estuve como cuatro horas, pero pude sacarla; eso sí, mañana llevame la guita sino mi vieja me va a matar. Ahora, ¿Vos estás seguro que con una sola popu pasamos los dos?
—Obvio, si somos menores, además van a ser todos de Independiente y van a estar de fiesta, tranquilo- le respondió Fernando mientras buscaba en una caja de zapatos un cassette de Led Zeppelín que Fabián, uno de sus hermanos mayores, había comprado recientemente.
Miguel era hincha de Boca, se había criado en Olivos y hacía cinco meses había conocido a su amigo, quien desde Belgrano viajaba hasta Florida para asistir a clases en el Nacional Nº 1. Fernando era hincha de River, pero a ambos los unía la simpatía por Defensores de Belgrano, club al que alentaban sábado por medio, cuando los del bajo jugaban en su pequeño estadio de Comodoro Rivadavia y Avenida Libertador.
Algunos de sus compañeros no entendían qué era lo que los motivaba a viajar una noche de miércoles hasta Avellaneda –tan lejana como Estambul para aquellos pibes de zona norte- para ver un partido de un equipo del cual no eran hinchas.
— ¿Ustedes saben cuánto hace que un equipo argentino no gana una Libertadores? -los cuestionó Miguel, en tono casi inquisidor-. Desde el ´78, cuando Boca le ganó al Deportivo Cali que dirigía Bilardo –agregó sin dar tiempo a que alguien le respondiera.
— Hace mucho que esperábamos este momento – comentó Fernando - es algo único, como ir al teatro o ver una buena película en el cine.
— Si yo quisiera ir, mis viejos igual no me dejarían ni en pedo - confesó Carlitos-, espero que no les pase nada - agregó.
El día del partido se acercaba y la ansiedad y los nervios se iban apoderando de Miguel y Fernando, que hojeando viejas ediciones de la revista El Gráfico - donde Santoro, Pastoriza y el “Chivo” Pavoni eran protagonistas destacados- sentían que cursaban una catequesis obligatoria previa a la comunión copera que se aproximaba.

EL FÚTBOL NO ERA TODO

Cuando ganaron las elecciones de su división para ser los delegados en el centro de estudiantes, Fernando y Miguel se unieron más allá del fútbol. Algunas ideas no muy claras pero firmes acerca de los derechos humanos, de lo que significaban los desaparecidos y el golpe militar del ´76, los llevó a sumarse a cuanta manifestación se realizara, que en 1984 (plena primavera democrática) se organizaban casi diariamente.
Protestar contra el F.M.I., pedir “paredón para todos los milicos que vendieron la nación” y “la cabeza de Luciano Benjamín (Menéndez)” era más común que cantar el himno o rezar el Padrenuestro.
El sábado anterior a la revancha entre los de Avellaneda y los gaúchos brasileros –que aún no podían creer haber perdido de local con aquella jugada de fútbol 5 que definió Jorge Burruchaga - Miguel y Fernando se encontraron en el comité del partido de centroizquierda al que asistían hacía dos meses.
Un paquete de azúcar húmeda y uno de yerba en el que sólo quedaba polvillo, amenizaban la reunión en la que ellos se limitaban a escuchar, cebar mates y cada tanto proponer algún cassette de Serrat o Quilapayún para distender las acaloradas discusiones. La decisión sobre cómo y qué pintar en la pancarta que llevarían al frente de la columna que representaría a su agrupación, no era fácil de tomar.
En uno de los intervalos, Fernando encontró debajo de unas viejas guías telefónicas otra de transportes, de donde sacaron los datos necesarios para llegar a la recóndita zona sur del gran Buenos Aires.
—Nos encontramos en la estación de subte que está abajo del puente Pacífico y ahí nos tomamos el 93, que nos deja re-cerca - sugirió Fernando-. Sin olvidarse de exigir puntualidad y remarcándole la importancia de llegar temprano, Miguel, antes de despedirse le insistió una vez más: “a las siete ahí, así hacemos todo con tiempo”.

A LA HORA SEÑALADA

En la previa, que no contaba con canales de cable ni periódicos que de lunes a lunes se ocuparan exclusivamente de deportes, todo parecía fácil para Independiente, que después de casi una década aparentaba haber recuperado su mística ganadora en torneos internacionales. Apenas unas declaraciones del aguerrido marcador lateral izquierdo, Carlos Enrique, calentaron un poco el ambiente.
— Así que el 7 de ellos, ese Renato Portaluppi, es guapo y viene siempre por mi lado; bueno, lo vamos a recibir como corresponde - respondió ante la requisitoria periodística.
A los tres minutos, en el primer avance de los brasileños, Renato intentó desbordar por la punta derecha y sin que nadie impactara en su humanidad ni en la pelota, dejó que ésta se fuera mansamente al lateral. Dos segundos antes, entre él y la pelota, Enrique había sobrevolado la zona con sus dos pies hacia delante, sin tocar a nadie, demostrando que sus declaraciones iban a cumplirse a rajatabla. La acostumbrada pasividad de los árbitros para con los locales en este tipo de competencias así lo permitía.
—Mirá, se fue a la izquierda el cagón, éste no la toca más en toda la noche- comentaron Miguel y Fernando, que hacía más de una hora habían ingresado sin inconvenientes, con una sola entrada, a la tribuna que habitualmente ocupan los simpatizantes visitantes.
El partido tuvo un desarrollo pobre. Los brasileros podían poco e Independiente, a pesar de contar con Giusti, Marangoni, Bochini y compañía, arriesgó menos. El público, ante la inminente consagración, desató en los últimos minutos un griterío que aplacó aún más los tibios avances de los atacantes del Gremio.
Cuando el juez marcó los dos minutos adicionales que debían jugarse, ya eran cientos los hinchas que estaban detrás de ambos arcos, aguardando la finalización del encuentro. En las cabeceras utilizaron los carteles de publicidad -en aquel entonces de chapa- a modo de puentes para poder sortear la fosa con agua podrida que aguardaba a aquellos que dieran un paso en falso.
Fernando y Miguel se miraron y sin dudar bajaron corriendo para detenerse sólo una vez dentro del campo de juego, donde aquellos muchachones de las latas de cerveza –Miguel habría jurado que eran los mismos- les arrebataron en sus narices el banderín del córner que intentaban llevarse de recuerdo.
Dieron dos vueltas olímpicas alucinados con la fiesta que se vivía en las tribunas. Al salir del estadio se dejaron llevar por la marea humana que los condujo hasta una avenida desconocida para ellos, y una pizzería pareció ser el mejor refugio para aguardar que la euforia se apagara un poco y que los colectivos comenzaran a circular normalmente.
Revisaron sus flacos bolsillos y se dieron cuenta que apenas juntaban para dos porciones de muzzarella y una de fainá a compartir. Cuando quisieron emigrar del Estambul bonaerense unos hombres ebrios les aconsejaron tomar un taxi: “no hay más bondis pibe, son la una menos cuarto,
¿a dónde quieren ir?”. Fernando y Miguel volvieron a mirarse, pero esta vez no tuvieron la misma seguridad que en el momento de invadir la cancha.
—Llamemos a mi hermano Santiago, así nos viene a buscar con el coche, recién debe haber llegado de la facultad –sugirió el pibe de Belgrano -.
—¿ A esta hora lo vas a hacer venir hasta acá? Vos estás loco- fue la respuesta de un Miguel con el ceño fruncido y las zapatillas húmedas desde hacía dos horas.
— No pasa nada, lo llamo y en menos de una hora esta acá y te lleva hasta tu casa - contestó con su habitual seguridad Fernando, que en el bolsillo chico del pantalón encontró los dos pesos que tenía destinados para la vuelta. Pidió dos empanadas de jamón y queso que comieron parados, en la barra, escuchando las historias que unos posters desteñidos relataban en aquella madrugada en la que parecían recobrar brillo.
El Renault 18 finalmente llegó. Santiago se mostró de buen humor y escuchó atento la historia de Miguel y Fernando, que había comenzado una semana atrás en una cola imposible de confundir con la de un cine.

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