martes, 30 de septiembre de 2008

"Manito"

Erdosain disminuyó la velocidad del automóvil a medida que se acercaba al puesto fronterizo. Con las manos temblorosas silenció la radio y tal como lo exigía un cartel, apagó las luces exteriores y encendió las interiores. Comenzó a sudar. Por un momento pensó en girar a la izquierda y volver a la ciudad, pero supo que no era una buena idea.
En el motel “El Paso” los cuerpos desnudos todavía estaban tibios, y la sangre se escurría entre los flecos de la alfombra. Las sábanas revueltas, el cenicero atestado de colillas de cigarrillos y restos de marihuana, uno de los veladores caído en el piso y el agua de la ducha que seguía corriendo.
Ya era tarde. Aquella maniobra podría llamar la atención de la policía. Se secó la transpiración de la frente y sacó del bolsillo de la camisa el pasaporte y la libreta de conducir.
Cuando Erdosain, su novia y su hermano llegaron a México, una valija con cinco kilos de cocaína los esperaba a cambio de unos cuantos manojos de dólares. La transacción se realizó una noche estrellada en un desarmadero de autos en las afueras de la ciudad de El Paso. Todo transcurrió según lo pactado y los mexicanos apenas si constataron que los dólares fueran verdaderos; hacía tiempo que negociaban con Erdosain y confiaban en él.
Revisó su aspecto en el espejo retrovisor del Camaro y se peinó con la mano el flequillo que le caía sobre los ojos. Tenía dos autos delante. Tamborileaba con los dedos sobre la luneta del coche. Una vez que el primero de los automóviles arrancó, acomodó la imagen de la Virgen de Lourdes que tenía enganchada en el cubre-sol y puso primera.
A diferencia de otros viajes, decidieron quedarse más de una noche del lado mexicano para disfrutar de la fiesta de la Virgen de Guadalupe, un despilfarro de tequila, mezcal, tacos, música y gritos. Bailaron y bebieron hasta las tres de la madrugada e inhalaron cocaína a hurtadillas de la muchedumbre. Erdosain se perdió por un momento en una esquina para orinar contra una pared, y al volver al sitio adonde había dejado a su hermano y a su novia, sintió que se miraban distinto, que se reían diferente. Se detuvo en la sonrisa de ella, como lo hizo la noche de la fiesta en la que se conocieron. Sus labios lo habían deslumbrado, como el brillo de su mirada mientras le hablaba. Aquella primera charla y el vestido negro que llevaba puesto, el primer beso, la lengua en su boca, la suavidad de su espalda y la generosidad de sus caderas.
Al conductor de adelante lo hicieron bajar del auto para que abriera el baúl. El oficial a cargo le pidió que sacara la caja de herramientas y que retirara la rueda de auxilio; levantó la alfombra y revisó cada rincón. Erdosain se secó la transpiración de la frente con la manga de la camisa.
Fue a comprar unos tragos a una barraca con aquel recuerdo vívido en la memoria: el vestido en el piso a un lado del sofá, el cabello cayéndole sobre los pechos y su figura meneándose encima de él.
- ¿Qué quiere tomar, señor?
Erdosain reaccionó y le pidió dos tequilas. Abriéndose paso entre la gente volvió en búsqueda de su hermano y su novia; no los encontró. Caminó dando empujones a quien se le pusiera delante hasta que una mujer lo insultó y de un manotazo le tiró los dos tragos. En puntas de pie miró por sobre las cabezas del gentío y finalmente divisó el sombrero tejano de su hermano. Se orientó y regresó a la barraca a buscar nuevos tragos y, algo más tranquilo, fue al encuentro de sus acompañantes.
Cuando el auto de adelante arrancó, Erdosain se puso a la altura de la ventanilla y extendió su mano con los documentos. El oficial lo miró a los ojos y le preguntó de donde venía.
- De la fiesta de Guadalupe, me vuelvo a mi casa.
Una vez que estuvieron los tres juntos y bebieron los tragos, Erdosain les aconsejó regresar al motel para descansar antes de volver a los Estados Unidos, pero ellos quisieron seguir bailando un poco más, y le pidieron que no fuera aguafiestas. Erdosain simuló una sonrisa e intentó torpes pasos de baile. El sofá, la imagen de ella a contraluz y el grito final desgarrado de ambos. La miraba bailar y no podía quitar aquellos recuerdos de su mente. La tomó de un brazo, a su hermano le hizo un gesto con la cabeza y los tres comenzaron la caminata hasta el auto para volver al motel.
- Suéltame, me estás lastimando.
- Discúlpame, no me di cuenta.
- Siempre el mismo.
- Señor, hágame el favor de bajar del coche.
En el viaje hasta el motel nadie habló; al llegar, la novia de Erdosain fue directo al toilette y abrió la ducha para tomar un baño. Su hermano se sirvió una botellita de whisky del frigobar y tomó la maleta con los cinco kilos de cocaína de abajo de la cama matrimonial.
- Devuélveme eso, es hora de guardarlo, ya se acabó la fiesta. Ve a tu cuarto –le rezongó -, voy a guardar la maleta, a cargar gasolina y vuelvo –le avisó a su novia.
Ella, desde la ducha, ni le contestó.
Él bajó hasta el estacionamiento mientras su hermano se iba a su habitación. Levantó la rueda de auxilio en el baúl y con un destornillador hizo palanca para abrir un doble fondo que allí había soldado. Guardó la maleta, bajó la placa de metal y colocó de nuevo el auxilio en su lugar. Con la radio a todo volumen se dirigió hasta la gasolinera más cercana, que estaba a seis kilómetros. Una vez en su cuarto, su hermano se dio cuenta que se había olvidado el sombrero en la otra habitación y regresó a buscarlo.
En la gasolinera, Erdosain pensó en tomarse una cerveza allí sentado, pero cuando tuvo la lata en su mano recordó la escena de la señora que le tiró los tragos, la muchedumbre, el sombrero de su hermano y el enojo de su novia cuando la tomó del brazo. Pagó la cerveza, la gasolina y se subió presuroso a su coche. Ya en la ruta, extrajo de la guantera su Colt 45, verificó que estuviera cargada y le puso un silenciador. El vestido negro, la mirada de su novia, aquel cuerpo desnudo y la cara de su hermano sonriendo en la fiesta. Hurgó en un bolsillo de su pantalón por una nueva dosis de cocaína y cuando estuvo a cien metros del motel desaceleró para que no notaran su arribo.
El oficial del puesto fronterizo, ni bien Erdosain bajó del auto, le pidió que apoyara las manos en el techo y lo palpó de armas; luego se introdujo en el automóvil para revisar la guantera y debajo de los asientos. Después, le solicitó que abriera el baúl.
Subió sigilosamente la escalera y frente a la puerta de la habitación del hermano acercó su oreja para escuchar si había música. Cuando comprobó que estaba en absoluto silencio se sacó el revolver de la cintura y de una patada abrió la puerta de su cuarto. Al verla desnuda, sentada sobre su hermano, no titubeó y le disparó dos tiros en la espalda. El hermano instintivamente se sacó el cuerpo de encima e intentó frenar el impulso de Erdosain con la palma de su mano extendida. Erdosain le pegó un tiro certero en la frente, luego se acercó al cuerpo de ella, que había caído al piso, y le cerró los ojos. A su hermano, apenas lo miró. En el viaje hasta la frontera tomó la última dosis de cocaína que le quedaba a mano y detuvo el auto en la banquina, en un pequeño puente que pasaba sobre un río: allí arrojó su Colt 45 y la bolsa donde tenía la cocaína.
Erdosain disminuyó la velocidad del automóvil a medida que se acercaba al puesto fronterizo. Con las manos temblorosas silenció la radio y tal como lo exigía un cartel, apagó las luces exteriores y encendió las interiores. Comenzó a sudar. Por un momento pensó en girar a la izquierda y volver a la ciudad, pero supo que no era una buena idea.
El oficial revisó con su linterna el baúl y le pidió que sacara la rueda de auxilio; levantó la alfombra y pasó el haz de luz sobre la superficie metálica. “Está bien, puede seguir” le dijo.
Erdosain se subió al auto, encendió la radio y continuó el camino de vuelta.