miércoles, 30 de enero de 2008

La herencia

Caminó despacio pero a paso firme hacia la ventana. La luz exigua del farol de la calle de enfrente, le permitía husmear lo que pasaba en los alrededores sin que nadie pudiera notar su presencia desde la acera.
En su mano derecha sostenía un vaso de nueve onzas con un bourbon con hielo y agua; iba y venía desde su escritorio hacia la ventana, y al rodear la silla mecedora que había colocado en el centro de la habitación, miraba sobre sus hombros la caja de madera.
Veinte años atrás había recibido desde Cuba aquella caja con dos botellas de un ron que, al poco tiempo, sucumbieron ante la llegada de unos cuantos amigos sedientos. Era de un tono oscuro y tenía en el frente un pasador de hierro negro. Su mullido interior, forrado con pana roja, lo había inducido a guardar allí el revólver calibre 38 que su padre le había regalado en la noche de su graduación en la escuela naval.
Se acercó casi hasta el tejido de la ventana, lo rozó con la punta de su nariz y tras mirar hacia ambos lados, taconeó sus viejos pero lustrosos zapatos negros y realizó un giro de ciento ochenta grados. De un sorbo bebió el entonces acuoso whisky americano, depositó el vaso al lado de la botella vacía y se estiró por sobre su escritorio.
En el cajón central tenía guardado un sobre que contenía, en un pequeño papel, la clave de la combinación del candado que cerraba la caja. Tras una Nochebuena en la que el alcohol y las anfetaminas lo habían inundado de pánico, coraje y extraños pensamientos, al despertar a la mañana siguiente, decidió ponerle una traba de ese tipo a la caja; dada su frágil memoria debió forzarse mucho para recordar qué lo había motivado a elegir las cuatro cifras de la combinación: 1907, el año del nacimiento de su madre.
A pesar de estar muy seguro de su decisión, al tomar el candado comenzó a sudar. Todos los tambores de la combinación estaban puestos en cero, por lo que no demoró en colocar el uno en el primer tambor de la izquierda. Giró en el sentido contrario la segunda hilera de números y tras secarse con el dedo índice la transpiración de su frente, tomó suavemente, con el dedo mayor por un lado y el pulgar por el otro, al cuarto tambor.
Era el recorrido más extenso, sin embargo optó por ir desde el cero hasta el siete pasando por el uno, el dos, el tres y los siguientes números. Unos ruidos inesperados provenientes de la crujiente escalera de madera lo sobresaltaron, y con un chasquido situó al siete a la altura de la marca de la derecha.
El candado se abrió repentinamente. Lo retiró con movimientos torpes, abrió la caja, tomó el revolver y se lanzó de espaldas contra la puerta con una oreja pegada a la misma. Desde la escalera ya no provenían sonidos y su corazón latía algo más pausado.
El farol de la calle de enfrente sufría cortocircuitos. Breves paréntesis de oscuridad, lo acompañaron hasta su silla mecedora. Ajustó el nudo de su corbata y revisó que el tambor del 38 estuviera cargado; aquellas balas de punta hueca que en su juventud usaba para cazar estaban en su lugar.
El recuerdo de su padre, que se había suicidado en aquella misma habitación veintiocho años antes, nubló su vista. Se echó hacia atrás, apretó los dientes y al cerrar los ojos divisó en aquella constelación opaca la sonrisa de su hermana mayor.
El estallido fue como un interruptor que, de manera secuencial, encendió las luces del resto de las casas de la cuadra. Carlos nunca llegó a escuchar el mensaje que le dejaron en su contestador seis minutos después de haberse suicidado.

miércoles, 16 de enero de 2008

Ella

Débil como una rosa
que necesita mostrar sus espinas
ella camina con displicencia
mirando atentamente a su alrededor

Lo suyo debe ser suyo
tiene más de lo que cree
menos de lo que merece
y eso la ha endurecido

Rígida en unos flancos
flameante en el resto
se desliza entre la gente,
que repara en ella

A veces transparente
exhibe lo justo
sin excesos ni regateos,
como la vida le enseñó

Los machucones aún se notan
de vez en vez resaltan
y ella desea golpearse.
Le produce cierto placer

Más frágil de lo que parece
ya tambalea poco.
Un oasis que no quiere ser espejismo
calma la sed voraz de su desierto

La aventura del hombre

Las sábanas aún tibias
fueron espectadoras de lujo
de las escenas vividas

Ellas veneran
la belleza y lo dulce
de lo acontecido minutos antes

Un juego cálido amoroso
donde nada es imprescindible
plaga la habitación de imágenes

Lentos movimientos
fueron registrados por mis ojos
asombrados de tanta compatibilidad

Besos suaves y caricias envolventes
crearon el clima para que
se repitieran una y otra vez

El sentimiento se muestra con pudor
el corazón vuela rápido
y la mente late a un ritmo intenso

Las palabras están de más
brazos acogedores suplen todo
pero la palabra sigue ahí firme
intentando explicar lo que sucede
tratando de mantener a esos ojos ingenuos
lo más abiertos posibles
por temor a que esto sea un sueño

El sueño más lindo uno muy suave
con las fragancias que hoy cobraron
las sábanas el juego
los movimientos los besos
las caricias las palabras...
todas las sensaciones que corren
por este reguero de sentimientos aún no del todo permisibles

miércoles, 2 de enero de 2008

El tren rojo

- Que rica que estás, mami –partió ferviente el piropo. La imaginó sabrosa, dulce, o quizás extremadamente salada en este Enero agobiante.
Estación Villa Rosa. A las 6:16 sale un tren rojo más en busca de un Retiro que se despereza con los ruidos lejanos de los camiones que merodean el puerto.
Alberti. Suben los primeros changos sedientos de cartón, cobre y aluminio. Se intercambian saludos; se conocen del día a día, de la rutina de los mismos chistes, las mismas frustraciones y las mismas esperanzas algo resquebrajadas.
Grand Bourg. Bicicletas playeras con tierra entre los rayos y en el dibujo de las cubiertas estrechan el espacio para los viajantes. Los brazos cansados por la construcción para otros se muestran firmes, premonitorios de manos callosas, en algunos casos, a pesar de la juventud.
Los Polvorines. Don Torcuato. Faltan ocho para las siete. En los vagones comienza la lucha por los últimos asientos. Las caras en los pasillos también se reconocen. En el furgón los habitués se peticionan papel para tabaco y sacan de estudiados escondites bolsitas de nylon que guardan la futura huida tóxica en forma de hierba.
Boulogne Sur Mer. Punto neurálgico. Como Liniers para los habitantes del Lejano Oeste. Oficinistas del centro. Obreros de todo lugar, que combinan con colectivos para llegar al destino que a veces incluye sábado pagado al cien por cien.
Munro. Me pliego al grupo. Saludo con gesto adusto a los rostros adustos y con un cabeceo cómplice a los que traen los ojos colorados. Las bicicletas se acomodan prolijamente según el orden de descenso.
“Alcohol”, como lo conocen al pelilargo de unos cuarenta y pico, está desayunando su acostumbrada cerveza. En el bolso de cuerina tiene otro envase vacío, previsor, para la hora del almuerzo.
Florida. Ya otras ropas, otras agendas, otro perfume. Padilla, cerca de la Panamericana; ya quedan pocos habitantes en el furgón.
Siete y veinte. Aristóbulo del Valle, seudónimo ferroviario de Puente Saavedra; la marea humana hurga en carteras y bolsillos buscando el boleto que inflexibles piden los guardas de camisa rayada. La multa de cinco pesos es una descompensación salarial en los bolsillos flacos.
- Que rica estás, mami – la aduló con voz firme-. La rubia no se dio por enterada.