martes, 25 de marzo de 2008

24 horas

Me duele la soledad que siento en el pecho. El cielo raso de mi cuarto no me da ninguna pista de hacia dónde salir corriendo. Las sombras que se proyectan desde la ventana me distraen por momentos, pero tampoco me alcanza.
Levanto apenas la cabeza de la almohada y veo a la distancia el titilar (neón) de la hora programada en el equipo de música. Me estiro para tomar de nuevo el cigarrito antes de que se apague. La brasa es mi guía, sin embargo, aún me duele la soledad que siento en el pecho.
Por la tarde en la plaza me pasó lo mismo. Apenas algunas gracias de mis hijos me ganaron una sonrisa. Las hamacas iban al ritmo de mis latidos; desde que salí del baño del bar se habían tornado presurosos.
El ahogo es interno, y no me pasa sólo por las noches. A la tarde, en la plaza, con mis hijos, también me abraza. En su momento pensé que la asfixia me la provocaba mi mujer, pero desde que nos separamos la sensación de alivio no arribó a las orillas de mis oscuridades.
Por la mañana, el café solo, solo, la pileta con los quehaceres de la noche anterior en la columna del debe y una hoja de afeitar usada aguardándome en el botiquín del baño. Me miro y veo reflejada la cara de mi jefe, y la del jefe de mi jefe. En un juego ambidiestro reviso mis perfiles matutinos: no sé si me satisface lo que observo.
Ajusto un poco el nudo de la corbata, reviso si en el maletín llevo todo lo que necesito y palpo la billetera en el bolsillo del pantalón del ambo que hace semanas no visita la tintorería.
En el ascensor la suerte tampoco me juega una buena pasada. La del sexto, que desde que supo que soy separado decidió saludarme apenas con una sonrisita hipócrita, abre la puerta rejilla y casi no me mira. No veo la hora de llegar a la calle para fumar mi primer cigarrillo, para quemar mis primeras ansiedades.
El reloj me da un empujón para que camine más rápido y el fastidio rutinario comienza a resoplar. Me aguarda un día complicado y por la tarde tengo que llevar a los chicos a pasear.
Calor húmedo y asfixiante. El manto ondulante de cabezas y el redoble de la máquina subterránea que me lleva siempre y me vibra desde las piernas. Miro sin ver, mientras los demás no escuchan.
El teléfono celular tampoco ayuda. Me dice la hora, pero nadie me dice nada. La soledad y el pecho. Las horas pasan y nadie me dice mucho. Las mismas horas, las mismas pausas, los mismos latidos.
A la hora del almuerzo un compañero me invita a comer con él. Me cuenta que su suegra acaba de enviudar y no sé qué problemas con el propietario del departamento que alquila. La milanesa tiene demasiado aceite: la hago a un lado y abro un nuevo atado de cigarrillos. Ya es hora. Me pido un whisky.
En el trabajo, las mismas caras, las mismas horas, las mismas pausas y los mismos latidos. Sólo el baño me da un resquicio dónde fumar y jugar aunque sea con las bolitas de naftalina del mingitorio.
Son las cinco y nuevas obligaciones me esperan. Mi ex mujer en la puerta de su departamento con los chicos. Le acomoda a Javier el pelo detrás de las orejas. Estaba con tacos altos. Me pide, siempre me pide, que los cuide y que los lleve temprano para que pueda bañarlos antes que se duerman. La plaza, las hamacas y el ahogo en el pecho.
_ Vamos, chicos, que se hace tarde – y dos besos en la frente.
Las primeras luces de la noche. El paso raudo. Un trago antes de la cena. Dos. La música es casi una cuestión benéfica para conmigo mismo. La pasta dentífrica y la azul, y media de la blanca.
Sentado en el baño me fumo uno de los últimos cigarrillos del día. No la pasé bien con los chicos, y eso me preocupa. Me baño para limpiarme, pero apenas me aseo. Ni ganas de leer me quedan a esa hora.
Las sombras que se proyectan desde la ventana y la brasa. El humo en el pecho y el dolor, que se disipa un rato. La luz del reloj del equipo de música desde la cama, sentado, con la luz apagada. La lumbre se precipita hacia mí. Contengo. Tres. El cielo raso y la pared de enfrente, que tampoco ayuda.
Algo comienza a hacer efecto. Chau, Antonito, hasta mañana.



“Tendría escrúpulos de comunicarlas (las anotaciones) a los demás, si viera en ellas únicamente las fantasías patológicas de un pobre melancólico aislado. Pero veo en ellas algo más: un documento de la época, pues la enfermedad psíquica de Haller es –hoy lo sé- no la quimera de un solo individuo, sino la enfermedad del siglo mismo, la neurosis de aquella generación a la que él pertenece, enfermedad de la cual no son atacados sólo las personas débiles e inferiores, sino precisamente las fuertes, las espirituales, las de más talento(...) Una vez, después de una conversación acerca de las llamadas crueldades en la Edad Media, me dijo:
_ Esas crueldades no lo son en realidad. Un hombre de la Edad Media execraría todo el estilo de nuestra vida actual no ya como cruel, sino como atroz y bárbaro. Cada época, cada cultura, cada costumbre y tradición tienen su estilo, tienen sus ternuras y durezas peculiares, sus crueldades y bellezas; consideran ciertos sufrimientos como naturales; aceptan ciertos modos con paciencia. La vida humana se convierte en verdadero dolor, en verdadero infierno sólo allí donde dos épocas, dos culturas o religiones se entrecruzan. Un hombre de la antigüedad que hubiese tenido que vivir en la Edad Media se habría asfixiado tristemente, lo mismo que un salvaje tendría que asfixiarse en medio de nuestra civilización. Hay momentos en los que toda una civilización se encuentra extraviada entre dos épocas, entre dos estilos de vida, de tal suerte, que tiene que perder toda naturalidad, toda norma, toda seguridad e inocencia. Es claro que no todos perciben esto con la misma intensidad. Una naturaleza como Niezstche hubo de sufrir la miseria actual con más de una generación por anticipado; lo que él, solitario e incomprendido, hubo de gustar hasta la saciedad, lo están soportando hoy millares de seres...”
“El lobo estepario” (fragmento de la introducción), Hermann Hesse.

lunes, 10 de marzo de 2008

Río Grande

Un arroyo calmo
y una catarata vertiginosa
desembocan en este océano
de mareas diversas

Un delfín acaramelado se desplaza
al ritmo de las olas,
un cazón que nunca será tiburón
quiere mostrarse más hostil de lo real

Sus colmillos son sonrisa, no voracidad,
su postura no lo escuda debidamente
y la fragilidad se concentra
en cada gota que lo delimita

El sonido encantador del delfín
resuena en cada marejada
y en la séptima ola
se monta su mágica inocencia

El agua, esmeralda cristalizada,
también se desplaza con márgenes estipulados
pero su fuerza –oculta a veces-
quizás desborde límites terrenales

Una inundación de sensaciones
riega los sentidos, hoy expuestos.
“Que el viento nos lleve a buen puerto”
vocifera el capitán del arca.