jueves, 24 de marzo de 2011

Desencuentro

Venía del llanto, pero estaba en paz. Ahora tenía que seguir adelante, como siempre. No se rendiría nunca. Guardó la caja con las fotografías en el armario de la madre y se marchó a su cuarto. Lo que vendría de allí en adelante no sería fácil, pero tenía un mundo, su mundo, por descubrir.
En la plaza, de niña, junto a su hermano, disfrutaba de las hamacas y el tobogán, donde más de una vez enganchó en un tornillo flojo los vestidos con volado que su madre se empecinaba en ponerle, aunque ella le sugiriera que la vistiese con un short y unas zapatillas cómodas en lugar de los zapatos Guillermina.
Aquellas tardes habían sido felices, a pesar del extremo cuidado que ponía Martha sobre Verónica y su hermano Julián, que era tres años menor. Temerosa de los golpes, los posibles accidentes o de que pudiera hablar con un extraño, su madre la seguía de cerca y le acomodaba los largos cabellos rubios cada vez que la tenía a mano. Papá Augusto no solía acompañarlos a la plaza, tampoco al cine; después de llegar del trabajo acostumbraba a encerrarse en el garage donde armaba sus aviones y barcos de madera balsa o de plástico. Pasaba horas allí encerrado entre goma de pegar, pequeños planos y la precisa luz de un velador.
Una vez que estuvo en su cuarto encontró una mirada triste en el espejo.Martha se había ido a hacer unas compras y su hermano estaba en la casa de un amigo, donde ensayaba, muy a pesar de sus padres, con un conjunto de rock. Papá Augusto, en su garaje, no se daría cuenta de nada. Dos años atrás se había jubilado y su afición por el aeromodelismo y los barquitos armables se había acentuado de forma proporcional a las horas libes que tenía. Verónica y Julián, nunca lo interrumpían. Sólo una vez ella entró corriendo al garage, escapando de su hermano en un juego, pensando que allí no había nadie. Nunca olvidó el reto de su padre. Y sentada en su escritorio lo recordó una vez más.
Bajó de su cuarto recién cuando su madre la llamó para cenar. Algo más recuperado su semblante, casi no levantó la vista del plato, hasta que aquella frase la hirió de nuevo, y miró a su padre a los ojos, buscando respuestas que nunca encontraría; y miró con desdén a su madre, la del cuidado extremo, la que había hecho lo imposible para que se peleara con el novio que tuvo a los diecisiete años, popular en el barrio porque presidía el centro de estudiantes del colegio.
En la quinta de unos amigos, ante la proximidad de unas elecciones presidenciales, Verónica había intentado instalar el tema en la mesa, pero su padre la reprendió aduciendo que todos los políticos eran iguales, que no tiene sentido perder el tiempo en estas “habladurías”. Y se guardó sus opiniones para debatirlas en la facultad con los compañeros de psicología, carrera a la que había accedido tras largos debates con su madre, quien en una oportunidad llegó a pedirle con lágrimas que siguiera medicina, para completar quizás el sueño que le había quedado trunco desde que ella y Julián llegaron a su vida.
Después de la cena pidió permiso para subir a su cuarto: “tengo que estudiar”. Esa noche no pudo conciliar el sueño. Dio muchas vueltas en la cama, con un dolor en el pecho que la ahogaba y recordó situaciones que entonces iban cobrando otro sentido. Fue hasta el baño a refrescarse la cara, y se tiró del cabello, sujetándolo fuerte. Clavó la mirada en los ojos enrojecidos que encontró en el espejo del botiquín, y no los halló parecidos a nadie, ni siquiera a Julián, el único inocente de esa historia. Con las manos apoyadas en el lavamanos se preguntó una y otra vez qué hacer con su hermano, si debía contarle sobre aquellas fotos con recuadro blanco y la fecha grabada en uno de los costados.
— No sé a quién salís!!! Siempre la misma machona, jugando a lo bruta.
El calor en el cuerpo la estremeció. Ella sólo estaba jugando a la mancha con su hermano menor, escapaba de la posibilidad de ser tocada, sabiendo que en el garage podría dar vueltas alrededor de la mesa y Julián no la alcanzaría.
— ¿Estás bien, hija?
Verónica argumentó desde el baño que sólo estaba tomando un poco de agua; le pidió a Martha que no se inquietara y que se fuera a dormir. Al otro día decidió hablar con una compañera de clase, la invitó a tomar un café pero estuvo dispersa durante los cuarenta minutos que duró la conversación, y no se animó a decirle nada. Su amiga se marchó y ella le pidió al mozo una cerveza; quería que su dolor, su decepción, naufragara al menos en un poco de alcohol. Dos horas después llegó a su casa tambaleante, y justo cuando se tropezaba con el primer peldaño de la escalera que la llevaba hasta su cuarto, escuchó la voz de su padre:
— ¿Vos estás borracha o me parece? Ja, lo único que nos faltaba a tu madre y a mí, con todo el sacrificio que hemos hecho este tiempo por vos y tu hermano, para que llegues de esa facultad……..
Hermano, hermano, hermano .
Se recompuso casi al instante y subió rápido. Al pasar por el cuarto de su madre pensó en volver a revisar esa caja de zapatos con fotos antiguas, pero esta vez podían descubrirla. Cuando su padre se internara de nuevo en el garaje secuestraría aquella foto. Se quedaría con ella hasta que fuera necesario, o hasta que se animara a planteárselos a Martha y a Papá Augusto.
Durante los meses siguientes, Verónica hizo cálculos y supo, entonces, que las primeras fotos que su madre tenía con ella eran de cuando ella tenia dos años. Su madre la notaba distante, pero Papá Augusto ni lo percibió, o no se lo hizo saber a nadie. Martha veía que apenas terminaba de cenar se marchaba a su cuarto, y que cualquier tema era un buen argumento para recriminarle cosas del presente y del pasado, por más lejano que éste fuera.
Repasó las fotos blanco y negro amuradas en las paredes de la sala de espera, aguardando encontrarse parecida a algunos de los hombres y mujeres allí exhibidos. Le sudaron las manos. Se emocionó al ver salir del edificio a una señora mayor tomada del brazo de un joven de su edad. Tejió historias. Elucubró situaciones terroríficas. Pensó en cómo habrían sido sus primeros meses juntos a los pechos inagotables de su verdadera madre.
Cuando la llamaron para llenar la solicitud previa al examen de ADN que había decidido hacerse, husmeó en su bolso la fotografía de su madre sin el embarazo debido para esa fecha y se puso de pie, le extendió la mano a la señora que la atendió y temblorosa escribió uno a uno sus datos, tras dudar en el momento de poner el apellido. Una vez que terminó con todos los requisitos, pudo volver a casa y con el sobre que contenía la foto, les pidió a sus padres hablar antes de la cena.
— Julián, andá a tu cuarto, parece que tu hermana tiene cosas importantes que decir.
—Augusto, no es forma de decirlo.
—Por favor, Martha…
—Está bien –dijo Verónica- igual quedate, vos sos parte de esta familia. En todo caso el problema soy yo.
Todos se sentaron a la mesa: Papá Augusto, con el gesto irritado pero expectante por saber con qué se saldría su hija. Martha, temerorosa, lo presentía; algo había activado la bomba que ella misma había creado veinte años atrás. Julián se acomodó el jopo sobre la frente y rompió el silencio: “hacela corta, hermanita, contanos de qué se trata”.
Los discursos que había imaginado para ese momento se diluyeron en su mente y solo atinó a sacar la fotografía de Martha bailando sin embarazo y, tras mirarla una vez más, quizás aguardando que todo aquello fuera una pesadilla, la expuso frente a la vista de quien hasta unos meses había sido su “mami”.
—Te lo dije, Augusto –balbuceó Martha con la voz quebrada.
—No seas tarada y cállate. Muy linda mamá. ¿Y qué hacemos con esa foto?
Ella cerró los ojos y se le escaparon, como arena entre los dedos, las lágrimas más tristes de su vida. Augusto estaba intentando negar lo evidente, lo que ella había descubierto con una foto que no habían tenido la delicadeza de tirar o esconder algo mejor.
—Perdonanos, hijita – Martha se puso de pie e intentó abrazarla, pero Verónica se la sacó de encima con fastidio.
Entrecortada su voz, Martha le aseguró que ella siempre hubiese preferido decirle la verdad, pero lo habían hecho así para evitar que sufriera por no haber sido criada por sus verdaderos padres. Confundido por una situación que jamás había imaginado, siquiera en sus berrinches infantiles con su hermana, Julián solo atinó a preguntar: “¿Yo también…?”
—Bueno, basta de dramas. Tu madre y yo no somos culpables de nada. Te hemos dado una vida digna a lo largo de veintipico de años y ¿ahora qué, tenemos que aguantarnos reclamos de algún tipo?
—Augusto, por favor.
Verónica invitó a su madre a sentarse y les pidió que le contaran todo lo que supiesen de sus padres, cómo se llamaban, de dónde eran, y por qué la habían abandonado, “si es que me abandonaron” agregó ya con la voz quebrada.
Martha le relató la historia de unos amigos conocidos de un
matrimonio imposibilitado de mantener a su nueva hija y que decidieron darla en adopción, pero habían preferido no tener contacto con los padres adoptivos para evitar algún día querer recuperarla; la historia que ellos mismos habían creado para, quizás, ese momento acaecido veintidós años después. Verónica les aseguró que algún día sabría toda esa verdad callada durante tanto tiempo, subió a su cuarto y solo salió de allí para ir a la facultad y para buscar algo de comida en la heladera. El plan de irse a vivir con una amiga lo concretaría en cuanto consiguiera trabajo.
Diez días después le confirmaron que estaba listo el análisis de ADN y esa misma tarde fue a buscarlo. Tomó lo último de sus ahorros y decidió ir en taxi. En el viaje repasó situaciones de su niñez, e intentó adivinar en imágenes grises las caras de sus padres. Recordó todo lo que había leído sobre las torturas a las mujeres en los campos de concentración clandestinos, y se tomó la barriga en un gesto desgarrador. Hacía semanas portaba un comprimido ansiolítico de los que usaba su madre para dormir y decidió que era un buen momento para tomarlo.
—En la esquina, por favor.
Aguardó de pie a que la llamaran. Impaciente, observaba el reloj pulsera que le habían regalado a los quince años; con desprecio lo guardó en su bolso. Cuando aquella voz pronunció su nombre, supo que esa podría ser la hora de la verdad.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Salió redondo

Pocos grupos musicales han generado una comunión entre sus fans como Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, una relación que con el paso de las distintas presentaciones se ha dilatado para tomar forma de amistad, una buena conversa o un cigarro fumado a medias sin ningún drama.
El tiempo transcurrido desde la separación de Carlos Solari, Skay Beilinson y el resto de los integrantes del grupo, lejos de menguar el sentimiento de sus seguidores, parece fortalecerlo; se sienten plácidamente obligados a presenciar cada show de sus dos líderes, que hace unos años han conformado sus propias bandas.
El “Indio” Solari, como lo llaman las tribus ricoteras, presentó su primera placa solista en el Estadio Único de La Plata las noches del 12 y 13 de Noviembre de 2005, adonde asistieron más de noventa mil personas. El heterogéneo público - en lo que a edades respecta- comprendió una vez más la armonía en que se disfrutan estos acontecimientos que van más allá de un mero concierto de rock. La gente de “Los Redondos” lo tiene muy claro; la ceremonia comienza mucho antes que los primeros acordes, y finaliza recién cuando uno cae rendido en su cama después de una larga jornada. Un grupo de jóvenes de la zona norte del gran Buenos Aires fueron el fiel reflejo de ello: compañeros del colegio secundario entre 1984 y 1988, decidieron sin dudar que partirían rumbo a La Plata en cuanto se confirmó la realización de las dos presentaciones. Por horarios de trabajo, el recital del domingo era el más apropiado para la mayoría, incluso para Darío (35 años, como el resto) que debía trabajar ese mismo día desde las seis de la mañana hasta el mediodía en una productora televisiva del barrio de Palermo. “Se hace el sacrificio, con una buena siesta se arregla todo”, pensó.
En Florida Este, en la casa de Gustavo, que desde otra productora había llegado a las seis de la mañana del mismo domingo, se juntaron Damián (dueño de una camioneta cargada de anécdotas y con mucho kilómetro rutero recorrido), Martín, Miguel y Sergio M. (hermano de Darío, cuatro años mayor que los demás), que una vez más estaría al volante de una misión ricotera, tarea que forjó a partir de los últimos años de la década del ´80.
A ellos se sumó un muchacho que conoció Martín en un viaje por la selva mexicana y que, ya en Buenos Aires, le dio trabajo en un bar que aún da dura pelea a la economía argentina.
A las once y cuarto de la mañana, partieron desde Roca y España rumbo a Gerli, partido de Lanús, adonde se había mudado “El Grisín”, otro de los infaltables a los shows de Patricio Rey desde antes de la aparición de “Un baion para el ojo idiota”, tercer álbum de la banda. El destino, previo fallecimiento de su abuela y partida de su hermano hacia Vigo, España, lo empujó a una casa antigua con muchas habitaciones, poco ruido exterior, una parrilla apropiada y un patiecito ideal para albergar la previa de la fiesta que estaba por comenzar.
Antes de la una ya estaban todos juntos, cada uno con su vaso de cerveza en la mano, a la espera de Darío y de Sergio D, otro buen amigo pero no de ricota, que se acercó hasta lo de El Grisín a compartir el asado y la mateada de la tarde para volverse a la Capital Federal leyendo en trenes y subtes el “Página 12” que finalmente nunca sacó de su morral. Entre varios improvisaron una mesa para los nueve comensales, mientras Damián y Miguel se encargaban de que la carne se cocinara sin arrebatos ni demoras y que la ensalada estuviera condimentada a gusto promedio para que nadie se quejara.
La comida, la música de fondo, la cerveza, el vino tinto y otras hierbas transformaron aquella previa – de expectativa casi adolescente- en un sueño hecho realidad; ni roces, ni discusiones de borrachos y algún que otro “hermano querido cómo te quiero”. Todo fue paz y armonía. Cerca de las seis y veinte, cuando Sergio ya había emprendido el regreso a la Capital, a los ocho jóvenes restantes, que ya estaban en los autos, los arropó una alquimia perfecta de ansiedad, expectativa y felicidad.
El día se había presentado caluroso, algo pesado. Después del mediodía algunas nubes amenazadoras comenzaron a cubrir el cielo, pero unas pocas gotas no empañaron la tarde de aquellos ocho pibes de zona norte ni la del resto de las cuarenta y cinco mil personas que coparon La Plata por unas cuantas horas.
En la ruta se cruzaron con muchos autos y camionetas con destino Único; al llegar a las inmediaciones del Estadio, la ansiedad se transformó en nervios, sobre todo para Miguel, que no había comprado su entrada anticipada. “Llevo la guita por las dudas, pero si puedo zafar los 35 mangos mejor”, les había comentado varias veces a sus amigos, que miraban de reojo el cielo y en secreto rogaban que no lloviera y que Miguel pudiera entrar.
Después de caminar ocho cuadras por un boulevard con mucho césped y muchos árboles (la calle 32) llegaron a los primeros controles, donde la seguridad estaba completamente a cargo de la organización, y sin mucha policía cerca.
“Con la entrada en la mano, chicos, por favor” repetían indulgentes los controles, que se limitaban a mirar que cada uno de los que pasaba tuviera en la mano algo parecido a la entrada. Recién en el acceso al estacionamiento, a cien metros de las puertas mismas de la cancha, los controladores estaban separados por escasos centímetros y tenían, tras de sí, vallas que permitían el paso de a una persona a la vez.
Decidieron que Gustavo lleve cuatro entradas para confundir un poco, pero quien definió el resultado de la jugada fue Darío, quien pasó primero sin exhibir su boleto, permitiendo que atrás suyo quedaran igual cantidad de tickets que de amigos; así fue que Miguel, tras mirar a sus espaldas y corroborar que quedaba una entrada y que ya todos habían pasado, se sintió casi dentro del show.
“Esperemos que allá hay un control más” susurraron casi todos al unísono, cabuleros, para no festejar antes de tiempo. Darío, empapado de confianza, volvió a encabezar el grupo intentando repetir la jugada anterior, pero no fue necesaria ya que los controles de la última valla apenas si solicitaban que ingresaran “despacio, sin correr”.
Luces, banderas (en sus corazones y en las tribunas) y la emoción renovada de Bambalinas, Satisfaction, Obras, Mar del Plata o Huracán, se hacía carne nuevamente como si nada hubiera pasado, o por todo lo que pasó.
Sonido e imagen. Una voz inconfundible. Un estilo único. Paz total. Las bandas volvieron satisfechas a sus territorios y, en las afueras del estadio, se aplaudieron a sí mismas por la demostración de civismo (así le gusta a los caretas) que acababan de dar y por la demostración musical que habían recibido.
A “El Grisín” lo acercaron hasta Gerli. El resto de los muchachos no pudieron obviar el último paso: unas porciones de mozzarella los aguardaban en la barra de un bar de Puente Saavedra. Misión cumplida. El sueño de unas semanas atrás hecho realidad, y mejor todavía. Con calor, vino, asado, mate, cerveza y piedra libre para todos los compañeros. El que se lo perdió, se embromó.

martes, 2 de noviembre de 2010

Entre Copas

—¿Esta es la cola para sacar las entradas de la final? – le preguntó Miguel al último de la fila, desde la más profunda vergüenza que puede invadir a un chico de 14 años. El más gordo, según le pareció a él, con voz ronca no demoró en generar con su respuesta una carcajada entre los más cercanos: “ No, si va a ser la cola para el cine, pibe”.
Miguel se encogió de hombros como pidiendo disculpas y, tras dejar su lugar a dos muchachones que sostenían entre ambos tres latas de cerveza, se apoyó en la pared y comenzó a leer una página cualquiera del diario que había comprado a la mañana, procurando olvidar ese mal momento.
Independiente había llegado a la final de la Copa Libertadores y la victoria en el partido inicial por uno a cero frente al Gremio, en Porto Alegre, había despertado entusiasmo incluso en hinchas ajenos a los sentimientos del club de Avellaneda.
Fernando, compañero de primer año del colegio secundario de Miguel, aquella tarde no podía faltar al entrenamiento de su equipo de baby-fútbol, pero al llegar a su casa no demoró en llamar a su amigo para preguntarle cómo le había ido en la sede de la Avenida Mitre:
— ¿Y Migue, conseguiste la entrada?
— Estuve como cuatro horas, pero pude sacarla; eso sí, mañana llevame la guita sino mi vieja me va a matar. Ahora, ¿Vos estás seguro que con una sola popu pasamos los dos?
—Obvio, si somos menores, además van a ser todos de Independiente y van a estar de fiesta, tranquilo- le respondió Fernando mientras buscaba en una caja de zapatos un cassette de Led Zeppelín que Fabián, uno de sus hermanos mayores, había comprado recientemente.
Miguel era hincha de Boca, se había criado en Olivos y hacía cinco meses había conocido a su amigo, quien desde Belgrano viajaba hasta Florida para asistir a clases en el Nacional Nº 1. Fernando era hincha de River, pero a ambos los unía la simpatía por Defensores de Belgrano, club al que alentaban sábado por medio, cuando los del bajo jugaban en su pequeño estadio de Comodoro Rivadavia y Avenida Libertador.
Algunos de sus compañeros no entendían qué era lo que los motivaba a viajar una noche de miércoles hasta Avellaneda –tan lejana como Estambul para aquellos pibes de zona norte- para ver un partido de un equipo del cual no eran hinchas.
— ¿Ustedes saben cuánto hace que un equipo argentino no gana una Libertadores? -los cuestionó Miguel, en tono casi inquisidor-. Desde el ´78, cuando Boca le ganó al Deportivo Cali que dirigía Bilardo –agregó sin dar tiempo a que alguien le respondiera.
— Hace mucho que esperábamos este momento – comentó Fernando - es algo único, como ir al teatro o ver una buena película en el cine.
— Si yo quisiera ir, mis viejos igual no me dejarían ni en pedo - confesó Carlitos-, espero que no les pase nada - agregó.
El día del partido se acercaba y la ansiedad y los nervios se iban apoderando de Miguel y Fernando, que hojeando viejas ediciones de la revista El Gráfico - donde Santoro, Pastoriza y el “Chivo” Pavoni eran protagonistas destacados- sentían que cursaban una catequesis obligatoria previa a la comunión copera que se aproximaba.

EL FÚTBOL NO ERA TODO

Cuando ganaron las elecciones de su división para ser los delegados en el centro de estudiantes, Fernando y Miguel se unieron más allá del fútbol. Algunas ideas no muy claras pero firmes acerca de los derechos humanos, de lo que significaban los desaparecidos y el golpe militar del ´76, los llevó a sumarse a cuanta manifestación se realizara, que en 1984 (plena primavera democrática) se organizaban casi diariamente.
Protestar contra el F.M.I., pedir “paredón para todos los milicos que vendieron la nación” y “la cabeza de Luciano Benjamín (Menéndez)” era más común que cantar el himno o rezar el Padrenuestro.
El sábado anterior a la revancha entre los de Avellaneda y los gaúchos brasileros –que aún no podían creer haber perdido de local con aquella jugada de fútbol 5 que definió Jorge Burruchaga - Miguel y Fernando se encontraron en el comité del partido de centroizquierda al que asistían hacía dos meses.
Un paquete de azúcar húmeda y uno de yerba en el que sólo quedaba polvillo, amenizaban la reunión en la que ellos se limitaban a escuchar, cebar mates y cada tanto proponer algún cassette de Serrat o Quilapayún para distender las acaloradas discusiones. La decisión sobre cómo y qué pintar en la pancarta que llevarían al frente de la columna que representaría a su agrupación, no era fácil de tomar.
En uno de los intervalos, Fernando encontró debajo de unas viejas guías telefónicas otra de transportes, de donde sacaron los datos necesarios para llegar a la recóndita zona sur del gran Buenos Aires.
—Nos encontramos en la estación de subte que está abajo del puente Pacífico y ahí nos tomamos el 93, que nos deja re-cerca - sugirió Fernando-. Sin olvidarse de exigir puntualidad y remarcándole la importancia de llegar temprano, Miguel, antes de despedirse le insistió una vez más: “a las siete ahí, así hacemos todo con tiempo”.

A LA HORA SEÑALADA

En la previa, que no contaba con canales de cable ni periódicos que de lunes a lunes se ocuparan exclusivamente de deportes, todo parecía fácil para Independiente, que después de casi una década aparentaba haber recuperado su mística ganadora en torneos internacionales. Apenas unas declaraciones del aguerrido marcador lateral izquierdo, Carlos Enrique, calentaron un poco el ambiente.
— Así que el 7 de ellos, ese Renato Portaluppi, es guapo y viene siempre por mi lado; bueno, lo vamos a recibir como corresponde - respondió ante la requisitoria periodística.
A los tres minutos, en el primer avance de los brasileños, Renato intentó desbordar por la punta derecha y sin que nadie impactara en su humanidad ni en la pelota, dejó que ésta se fuera mansamente al lateral. Dos segundos antes, entre él y la pelota, Enrique había sobrevolado la zona con sus dos pies hacia delante, sin tocar a nadie, demostrando que sus declaraciones iban a cumplirse a rajatabla. La acostumbrada pasividad de los árbitros para con los locales en este tipo de competencias así lo permitía.
—Mirá, se fue a la izquierda el cagón, éste no la toca más en toda la noche- comentaron Miguel y Fernando, que hacía más de una hora habían ingresado sin inconvenientes, con una sola entrada, a la tribuna que habitualmente ocupan los simpatizantes visitantes.
El partido tuvo un desarrollo pobre. Los brasileros podían poco e Independiente, a pesar de contar con Giusti, Marangoni, Bochini y compañía, arriesgó menos. El público, ante la inminente consagración, desató en los últimos minutos un griterío que aplacó aún más los tibios avances de los atacantes del Gremio.
Cuando el juez marcó los dos minutos adicionales que debían jugarse, ya eran cientos los hinchas que estaban detrás de ambos arcos, aguardando la finalización del encuentro. En las cabeceras utilizaron los carteles de publicidad -en aquel entonces de chapa- a modo de puentes para poder sortear la fosa con agua podrida que aguardaba a aquellos que dieran un paso en falso.
Fernando y Miguel se miraron y sin dudar bajaron corriendo para detenerse sólo una vez dentro del campo de juego, donde aquellos muchachones de las latas de cerveza –Miguel habría jurado que eran los mismos- les arrebataron en sus narices el banderín del córner que intentaban llevarse de recuerdo.
Dieron dos vueltas olímpicas alucinados con la fiesta que se vivía en las tribunas. Al salir del estadio se dejaron llevar por la marea humana que los condujo hasta una avenida desconocida para ellos, y una pizzería pareció ser el mejor refugio para aguardar que la euforia se apagara un poco y que los colectivos comenzaran a circular normalmente.
Revisaron sus flacos bolsillos y se dieron cuenta que apenas juntaban para dos porciones de muzzarella y una de fainá a compartir. Cuando quisieron emigrar del Estambul bonaerense unos hombres ebrios les aconsejaron tomar un taxi: “no hay más bondis pibe, son la una menos cuarto,
¿a dónde quieren ir?”. Fernando y Miguel volvieron a mirarse, pero esta vez no tuvieron la misma seguridad que en el momento de invadir la cancha.
—Llamemos a mi hermano Santiago, así nos viene a buscar con el coche, recién debe haber llegado de la facultad –sugirió el pibe de Belgrano -.
—¿ A esta hora lo vas a hacer venir hasta acá? Vos estás loco- fue la respuesta de un Miguel con el ceño fruncido y las zapatillas húmedas desde hacía dos horas.
— No pasa nada, lo llamo y en menos de una hora esta acá y te lleva hasta tu casa - contestó con su habitual seguridad Fernando, que en el bolsillo chico del pantalón encontró los dos pesos que tenía destinados para la vuelta. Pidió dos empanadas de jamón y queso que comieron parados, en la barra, escuchando las historias que unos posters desteñidos relataban en aquella madrugada en la que parecían recobrar brillo.
El Renault 18 finalmente llegó. Santiago se mostró de buen humor y escuchó atento la historia de Miguel y Fernando, que había comenzado una semana atrás en una cola imposible de confundir con la de un cine.

martes, 30 de septiembre de 2008

"Manito"

Erdosain disminuyó la velocidad del automóvil a medida que se acercaba al puesto fronterizo. Con las manos temblorosas silenció la radio y tal como lo exigía un cartel, apagó las luces exteriores y encendió las interiores. Comenzó a sudar. Por un momento pensó en girar a la izquierda y volver a la ciudad, pero supo que no era una buena idea.
En el motel “El Paso” los cuerpos desnudos todavía estaban tibios, y la sangre se escurría entre los flecos de la alfombra. Las sábanas revueltas, el cenicero atestado de colillas de cigarrillos y restos de marihuana, uno de los veladores caído en el piso y el agua de la ducha que seguía corriendo.
Ya era tarde. Aquella maniobra podría llamar la atención de la policía. Se secó la transpiración de la frente y sacó del bolsillo de la camisa el pasaporte y la libreta de conducir.
Cuando Erdosain, su novia y su hermano llegaron a México, una valija con cinco kilos de cocaína los esperaba a cambio de unos cuantos manojos de dólares. La transacción se realizó una noche estrellada en un desarmadero de autos en las afueras de la ciudad de El Paso. Todo transcurrió según lo pactado y los mexicanos apenas si constataron que los dólares fueran verdaderos; hacía tiempo que negociaban con Erdosain y confiaban en él.
Revisó su aspecto en el espejo retrovisor del Camaro y se peinó con la mano el flequillo que le caía sobre los ojos. Tenía dos autos delante. Tamborileaba con los dedos sobre la luneta del coche. Una vez que el primero de los automóviles arrancó, acomodó la imagen de la Virgen de Lourdes que tenía enganchada en el cubre-sol y puso primera.
A diferencia de otros viajes, decidieron quedarse más de una noche del lado mexicano para disfrutar de la fiesta de la Virgen de Guadalupe, un despilfarro de tequila, mezcal, tacos, música y gritos. Bailaron y bebieron hasta las tres de la madrugada e inhalaron cocaína a hurtadillas de la muchedumbre. Erdosain se perdió por un momento en una esquina para orinar contra una pared, y al volver al sitio adonde había dejado a su hermano y a su novia, sintió que se miraban distinto, que se reían diferente. Se detuvo en la sonrisa de ella, como lo hizo la noche de la fiesta en la que se conocieron. Sus labios lo habían deslumbrado, como el brillo de su mirada mientras le hablaba. Aquella primera charla y el vestido negro que llevaba puesto, el primer beso, la lengua en su boca, la suavidad de su espalda y la generosidad de sus caderas.
Al conductor de adelante lo hicieron bajar del auto para que abriera el baúl. El oficial a cargo le pidió que sacara la caja de herramientas y que retirara la rueda de auxilio; levantó la alfombra y revisó cada rincón. Erdosain se secó la transpiración de la frente con la manga de la camisa.
Fue a comprar unos tragos a una barraca con aquel recuerdo vívido en la memoria: el vestido en el piso a un lado del sofá, el cabello cayéndole sobre los pechos y su figura meneándose encima de él.
- ¿Qué quiere tomar, señor?
Erdosain reaccionó y le pidió dos tequilas. Abriéndose paso entre la gente volvió en búsqueda de su hermano y su novia; no los encontró. Caminó dando empujones a quien se le pusiera delante hasta que una mujer lo insultó y de un manotazo le tiró los dos tragos. En puntas de pie miró por sobre las cabezas del gentío y finalmente divisó el sombrero tejano de su hermano. Se orientó y regresó a la barraca a buscar nuevos tragos y, algo más tranquilo, fue al encuentro de sus acompañantes.
Cuando el auto de adelante arrancó, Erdosain se puso a la altura de la ventanilla y extendió su mano con los documentos. El oficial lo miró a los ojos y le preguntó de donde venía.
- De la fiesta de Guadalupe, me vuelvo a mi casa.
Una vez que estuvieron los tres juntos y bebieron los tragos, Erdosain les aconsejó regresar al motel para descansar antes de volver a los Estados Unidos, pero ellos quisieron seguir bailando un poco más, y le pidieron que no fuera aguafiestas. Erdosain simuló una sonrisa e intentó torpes pasos de baile. El sofá, la imagen de ella a contraluz y el grito final desgarrado de ambos. La miraba bailar y no podía quitar aquellos recuerdos de su mente. La tomó de un brazo, a su hermano le hizo un gesto con la cabeza y los tres comenzaron la caminata hasta el auto para volver al motel.
- Suéltame, me estás lastimando.
- Discúlpame, no me di cuenta.
- Siempre el mismo.
- Señor, hágame el favor de bajar del coche.
En el viaje hasta el motel nadie habló; al llegar, la novia de Erdosain fue directo al toilette y abrió la ducha para tomar un baño. Su hermano se sirvió una botellita de whisky del frigobar y tomó la maleta con los cinco kilos de cocaína de abajo de la cama matrimonial.
- Devuélveme eso, es hora de guardarlo, ya se acabó la fiesta. Ve a tu cuarto –le rezongó -, voy a guardar la maleta, a cargar gasolina y vuelvo –le avisó a su novia.
Ella, desde la ducha, ni le contestó.
Él bajó hasta el estacionamiento mientras su hermano se iba a su habitación. Levantó la rueda de auxilio en el baúl y con un destornillador hizo palanca para abrir un doble fondo que allí había soldado. Guardó la maleta, bajó la placa de metal y colocó de nuevo el auxilio en su lugar. Con la radio a todo volumen se dirigió hasta la gasolinera más cercana, que estaba a seis kilómetros. Una vez en su cuarto, su hermano se dio cuenta que se había olvidado el sombrero en la otra habitación y regresó a buscarlo.
En la gasolinera, Erdosain pensó en tomarse una cerveza allí sentado, pero cuando tuvo la lata en su mano recordó la escena de la señora que le tiró los tragos, la muchedumbre, el sombrero de su hermano y el enojo de su novia cuando la tomó del brazo. Pagó la cerveza, la gasolina y se subió presuroso a su coche. Ya en la ruta, extrajo de la guantera su Colt 45, verificó que estuviera cargada y le puso un silenciador. El vestido negro, la mirada de su novia, aquel cuerpo desnudo y la cara de su hermano sonriendo en la fiesta. Hurgó en un bolsillo de su pantalón por una nueva dosis de cocaína y cuando estuvo a cien metros del motel desaceleró para que no notaran su arribo.
El oficial del puesto fronterizo, ni bien Erdosain bajó del auto, le pidió que apoyara las manos en el techo y lo palpó de armas; luego se introdujo en el automóvil para revisar la guantera y debajo de los asientos. Después, le solicitó que abriera el baúl.
Subió sigilosamente la escalera y frente a la puerta de la habitación del hermano acercó su oreja para escuchar si había música. Cuando comprobó que estaba en absoluto silencio se sacó el revolver de la cintura y de una patada abrió la puerta de su cuarto. Al verla desnuda, sentada sobre su hermano, no titubeó y le disparó dos tiros en la espalda. El hermano instintivamente se sacó el cuerpo de encima e intentó frenar el impulso de Erdosain con la palma de su mano extendida. Erdosain le pegó un tiro certero en la frente, luego se acercó al cuerpo de ella, que había caído al piso, y le cerró los ojos. A su hermano, apenas lo miró. En el viaje hasta la frontera tomó la última dosis de cocaína que le quedaba a mano y detuvo el auto en la banquina, en un pequeño puente que pasaba sobre un río: allí arrojó su Colt 45 y la bolsa donde tenía la cocaína.
Erdosain disminuyó la velocidad del automóvil a medida que se acercaba al puesto fronterizo. Con las manos temblorosas silenció la radio y tal como lo exigía un cartel, apagó las luces exteriores y encendió las interiores. Comenzó a sudar. Por un momento pensó en girar a la izquierda y volver a la ciudad, pero supo que no era una buena idea.
El oficial revisó con su linterna el baúl y le pidió que sacara la rueda de auxilio; levantó la alfombra y pasó el haz de luz sobre la superficie metálica. “Está bien, puede seguir” le dijo.
Erdosain se subió al auto, encendió la radio y continuó el camino de vuelta.

martes, 26 de agosto de 2008

El gordo

La ambulancia no debe haber tardado mucho en llegar, pero a mí me pareció una eternidad. El dolor cerca del brazo izquierdo era punzante y continuo, y las pastillas que me había recetado la doctora no me hacían nada. Al principio pensé que habían sido los ravioles con estofado los que me habían caído pesados, pero enseguida me di cuenta de que era algo más jodido. Mi cuñada me convenció de llamar al hospital, y finalmente llegaron. Para subirme a la camilla se las vieron bravas los muchachitos; uno era tan flaco que parecía que los pómulos se le iban a salir de la cara y el otro, que venía mejor de músculos, mañero, supo cómo trasladar mis ciento cincuenta y dos kilos desde el sillón donde estaba recostado
En la puerta de casa, además de mi hermano y mi cuñada, me pareció ver a la vecina de enfrente, que en cuánto vio la luz de la sirena debió salir corriendo de su chalet para enterarse a quién le había tocado esta vez. Muchos viejos vivíamos en el barrio y cada dos por tres las ambulancias andaban a toda máquina por las calles, y la vecina de enfrente salía enseguida para ver dónde se estacionaba. Desde el ventanal del kiosco yo también podía ver todo lo que pasaba en la cuadra.
Me pareció que mi cuñada lagrimeaba y a pesar del malestar pude ver cómo la codeaba mi hermano. Cuando me acomodaron en la parte de atrás de la ambulancia me sentí un poco más relajado, quizás por la mascarilla de oxígeno, pero el dolor continuaba allí, agudo. En la primaria, una vez había tenido un dolor similar, justo después de unos ejercicios que nos hizo hacer la profesora Helena. Qué linda era, con su pantalón azul ajustado y su chomba blanca, con el pelo rubio largo hasta la mitad de la espalda sujetado siempre con hebillas de colores. Mi vieja decía que se hacía la pendeja, bah, a mí me gustaba igual. Lástima que a partir de cuarto grado nos pusieron al Profe González, que insistía en que yo también podía esforzarme y hacer los ejercicios que hacían mis compañeros. Con mi panza no estaba para andar dando vueltas carnero o hacer medialunas; las únicas medialunas que yo conocía bien eran las de manteca que hacía mi abuela. Que suerte tuvo la abuela, el corazón le dijo basta y se fue dormida sin enterarse.
No llegábamos más al hospital. Tenía razón mi hermano. Parte de lo que sacaba en el kiosco tendría que haberlo destinado a una pre-paga; seguro que la ambulancia hubiese tardado menos, y la clínica “Santa Rosa” quedaba mucho más cerca que el hospital. Cómo chillaban esas sirenas, me taladraron los oídos. Parecían los gritos de mi vieja cuando me encontraba con la cuchara sopera dentro del frasco de dulce de leche, y eso que mi papá le decía que me dejara en paz. ¿Qué habrá sentido el viejo antes de morirse? ¿Habrá pensado en mí? Yo sí que le daba laburo, pero era gaucho el viejo. El día que estuvo diez puntos fue cuando le arregló la bicicleta a Lucrecia, mi compañerita de sexto grado. Le dijo gracias y se fue sin mirarme, y yo que no le podía sacar los ojos de encima. Tenía el pelo negro, los ojos verdes como esmeraldas y un montón de pequitas en la nariz. Pero claro, no se iba a fijar en el gordito de la clase; ella estaba más al alcance de Nico Giménez, que podía dar hasta dos saltos mortales sin que nadie lo ayudara, o de Matías Teodorozzi, que siempre se sacaba diez en matemáticas.
La doctora que vino en la ambulancia fue tan dulce conmigo; no sé si por lo gordo, lo viejo o lo mal que me vio, pero no me soltó la mano en ningún momento. Es tan lindo que a uno le sostengan la mano, a pesar de que la tenga arrugada, regordeta y llena de venas azules y verdes. Esa sensación de que uno tiene alguien al lado, que puede contenerlo, o simplemente escucharlo, o apenas eso, tenerlo al lado. Si me hubiera casado quizás no me hubiese llamado tanto la atención ese gesto, pero en la soledad en que viví, a pesar de la compañía de mi hermano, mi cuñada y mis sobrinos, que se casaron y se fueron, un gesto de esos se hace notar.
Cuando llegamos a la guardia del hospital y abrieron las puertas de la ambulancia me bajaron tan rápido que casi me caigo de la camilla. Me pareció, por los gestos, que a mi hermano y a mi cuñada les dijeron que sólo podía pasar uno; atravesamos una cortina de cuerina marrón y me dejaron, con una nueva mascarilla de oxígeno, hasta que vino el doctor y mandó a la enfermera a pincharme el brazo para ponerme un suero. El dolor seguía ahí, clavado cerca de mi brazo izquierdo. Pensar que en la secundaria no me ganaba nadie pulseando, ni con el derecho ni con el izquierdo. Los aniquilaba en dos segundos, a Giménez, a Teodorozzi y al que se me pusiera enfrente, pero las pibas mucho no se fijaban quién ganaba las pulseadas, y menos si sabían que las ganaba el gordo del aula. Ellas estaban más preocupadas por la ropa, los peinados o por la música que les gustaba a los chicos, que creo me vieron bailar dos veces en su vida: en la fiesta de quince de una compañera (que como la madre era prima segunda de mamá no tuvo otra que invitarme) y en la fiesta de graduación de quinto año, donde me agarré un pedo bárbaro y terminé encerrado en el baño aspirando el puf porque no me daba el aire.
Aire. Eso es lo que sentía que me faltaba, a pesar de la mascarilla. Cuando volvió el médico me tranquilicé. Preguntó mis signos vitales, dio algunas indicaciones y se fue apurado a ver a uno que, me pareció escuchar, se había accidentado con una moto. Nunca me pude comprar la moto. Mi hermano siempre me decía que me dejara de joder, que no había moto que me aguantara, y además nunca tuve la guita. Yo laburaba con mi hermano en el kiosco que él tenía en el frente de su casa. Cuando mis viejos murieron me fui a vivir a lo de mi hermano, que vivía con mi cuñada y mis dos sobrinos. El “coskio”, como le decía yo, fue mi salvación; ahí me podía hacer unos mangos para mis cosas y para ir a la cancha los domingos, que era mi entretenimiento. Salir, no salía mucho. Los kilos de más hacía un buen tiempo me habían excluido de los cines, y además tampoco me daban muchas ganas En la esquina ya no paraban los muchachitos, que cuando eran todavía pibes me amenizaban la tarde con sus historias de peleas en los bailes o sus nuevos romances. Se habían casado, tenían hijos y algunos hasta nietos. Desde hacía un tiempo eran las vecinas y sus chismes quienes convertían en más liviano el paso del tiempo, y el doctor que no volvía.
El dolor se corrió hacia el centro del pecho y con una mano apenas pude pedirle a mi hermano que le avisara a la enfermera. Vino corriendo, y corriendo fue a buscar al doctor, que en cuanto llegó me comenzó a hacer presión con las dos manos contra el pecho. Resucitación no sé cuánto, lo llamaban. ¿La hubieran salvado a la abuela haciéndole aquello? Con el pensamiento le decía: apriete más fuerte, doc. Pobre mamá, no le pude terminar siquiera el secundario, y ni hablar de darle nietos. “Apriete más fuerte”, pero no hubo caso, los abuelos y los viejos me estaban esperando.

miércoles, 23 de julio de 2008

Salvador

Las nubes avanzaban sobre el cielo del barrio y ella, con la mirada perdida en la ventana, clavó de punta el cuchillo en la mesada de madera. El aire, impregnado por la cebolla fresca recién cortada, estaba denso. Hacía una semana que llovía y la casilla comenzaba a oler a la humedad del piso de tierra.
Se secó las manos en el jogging ajado de algodón y abandonó sus tareas. Sentada frente a la mesa tomó una birome y una hoja que sus hijos habían garabateado y comenzó a trazar círculos en el papel. Se insultó a sí misma por no saber escribir. Quería decirle algo a su marido, y no sabía cómo.
Llegaría al mediodía, cansado y hambriento, después de haber vendido los cartones y los hierros. La noche anterior no había sido fácil. Una discusión casi sin sentido había provocado nuevos golpes, frente a la mirada impávida de sus cuatro hijos.
Con angustia y resignación siguió preparando la salsa con los tomates maduros que en una verdulería le vendían a buen precio. El recuerdo de su infidelidad aún la atormentaba. Salvador había sido para ella un buen hombre, que la quiso bien, y en reiteradas conversaciones le había sugerido que se separara. Nunca escuchó esas referencias a su matrimonio. Las represalias que sufriría no le habían permitido pensar seriamente esa posibilidad. Desde que el marido había perdido su último trabajo se había entregado al alcohol y ella era la víctima de su violencia y sus reproches.
A través de la lluvia que comenzó a caer, advirtió por la ventana que su marido se aproximaba al trote con su carro a cuestas. El crepitar del tomate natural en el aceite caliente la hizo reaccionar y puso una olla con agua sobre la boca libre del anafe. Cuando la puerta se abrió, comenzó a temblar, pero eran sus hijos que habían regresado de la escuela. Mientras les sacaba los guardapolvos mojados, él irrumpió en la casa.
-¿Todavía no está la comida lista, qué carajo hacés toda la mañana?
Pensó en contarle que había estado lavando su ropa y la de los chicos, y que había acomodado las sábanas y frazadas sobre las camas, pero una vez más optó por callar y echó los fideos al agua. Todos se sentaron a la mesa con la tenue luz que entraba por la ventana y un foco desnudo como única iluminación; apenas los colores de la ropa húmeda que colgaba de una cuerda le daban vida al lugar. Los niños hablaban bajo para no poner de mal humor a su padre y ella, que se sentaba a la mesa una vez que todos se habían levantado, les pidió al oído que comieran, mientras les acariciaba la cabeza.
Después del mediodía, él aprovechó que la lluvia se detuvo y tomó de nuevo su carro en busca de material que le sirviera como sustento a su familia. Besó a cada uno de sus hijos y se marchó. Los chicos se pusieron unas botas de goma que a su padre le habían regalado en los barrios altos y se fueron a jugar con sus amigos.
Nuevamente sola, con los trastos por lavar y la tarde por delante, rememoró aquellas aventuras con Salvador, que habían nacido con unas bromas en la puerta del colegio de los chicos; en aquellas caminatas los chistes la distraían del oprobio que padecía en su casa. Entre risas y miradas, se generó algo espontáneo, natural; hasta un mediodía en que los chicos doblaron en una esquina y él le robó los primeros besos.
Se cambió de ropa para ir al mercado con el dinero que su marido había ganado esa mañana y cuando estuvo en ropa interior cerró los ojos y recordó las caricias del amante, y sus consejos. La figura de Salvador tendido en el piso, bañado en sangre, con su marido parado al lado del cadáver, interrumpió las sensaciones gratas. Abrió los ojos para desterrar aquella imagen de su mente y respiró hondo. Tomó el dinero y cerró la puerta de chapa.
-Qué cara, mujer, ¿qué te pasa? –le preguntó una vecina.
- Nada, el Quique no me anda bien en el colegio.
Las respuestas evasivas le permitieron volver rápido a casa, con el paso raudo para evitar que la sorprendiera una nueva lluvia; el cielo seguía amenazante y cubierto por nubes obesas. Sus pensamientos continuaban teñidos de rojo sangre y sus puños tensos sostenían las bolsas del mercado.
Amenizó la tarde con unos mates y pan tostado del día anterior, y aguardó sentada a su familia con la vista fija en la ventana y en el cuchillo que allí había dejado clavado. Cuando sus hijos volvieron de jugar los mandó a casa de su madre. Les prometió que más tarde los iría a buscar. Recogió su cabello, se puso una gorra y en la oscuridad de la noche tomó el camino inverso que su marido recorría desde la estación de trenes hasta su casa.

martes, 8 de julio de 2008

Pasiones

La oportunidad de salir con una mina así no se te presenta todos los días, no la podés dejar pasar. Es como tener el campeonato al alcance de la mano y que se te escape; y cuando uno no sale campeón, el trofeo a la larga se lo lleva otro. Andá para adelante, mandá todo el equipo al ataque sin preocuparte por el contragolpe; si estás tan seguro que ella te dio calce, no tengas miedo.
La noche previa concentrás en tu casa para estar bien descansado. Una buena ducha, y con lo mejores botines y la mejor pilcha, la pasás a buscar por la vuelta de la casa. Ya sé que con el viejo alguna vez tuviste una agarrada y te sacó amarilla, pero la que quiere tumulto, según me dijiste, es ella, así que a quejarse al cuarto árbitro.
En serio, Marcelo, imaginate los comentarios en el barrio; salís en la tapa de todos los diarios: “El “Chelo” campeón de América”, porque más que campeonato local, levantarse a la Claudia es ganar la Libertadores. Desde el bar, vos sabés, la barra te va alentar; vamos a estar expectantes de enterarnos que hubo grito de gol. No seas pavote. Gambeteá tus inseguridades, tirale un caño a tus dudas y encará hasta el área rival; si las cosas son como vos decís, no podés perder.
Una vez que estés en la cancha, relajate, tampoco es cosa de quedar en offside, pero siempre mirando el arco de enfrente, con la valla contraria entre ceja y ceja, con un único objetivo: desparramar buen fútbol por todo ese campo de juego sin estrenar, que todavía no sabe de alegrías ni decepciones.
Nada de tirarle de la camiseta como un desesperado: un foul en mitad del partido te puede dejar sin posibilidades; tampoco es cosa de tirarse a los pies a los cinco minutos. Todo tiene que transcurrir naturalmente. Pelota debajo de la suela, con la mirada en alto y pases cortos. No te vas a bandear con un pelotazo largo; después, recuperar el terreno perdido es mucho más difícil.
Llamala al celular si tenés miedo de que la FIFA te atienda en la casa y te suspenda el partido de por vida. Paso a paso, amigo. Pensá cada jugada como si fuera la última. Este, quizás sea el encuentro más complicado de tu vida, pero el desafío lo hace también el más interesante.
Imaginate cada jugada de la previa y armá tu táctica para achicar el margen de error. Ahí, vas a estar sólo, vas a tener que tirar el centro y cabecear. Si jugás ese partido, disfrutalo, jugalo con los ojos bien abiertos; finales de esas no se juegan todos los días. Atacá en todo momento, pero tranquilo. Con tu experiencia el resultado se tiene que dar. Después, es como siempre: una vez que entra el primero, el resto de los goles llegan solos. Lo importante es superar esa defensa, que va a estar alerta a cualquier manotazo; sin embargo, los nervios que ella pueda tener, juegan a tu favor. Eso sí, el chamuyo es fundamental; tenés que hablarle los noventa minutos, no dejarla pensar. A ver si se acuerda que la hermana salió con vos.