miércoles, 23 de julio de 2008

Salvador

Las nubes avanzaban sobre el cielo del barrio y ella, con la mirada perdida en la ventana, clavó de punta el cuchillo en la mesada de madera. El aire, impregnado por la cebolla fresca recién cortada, estaba denso. Hacía una semana que llovía y la casilla comenzaba a oler a la humedad del piso de tierra.
Se secó las manos en el jogging ajado de algodón y abandonó sus tareas. Sentada frente a la mesa tomó una birome y una hoja que sus hijos habían garabateado y comenzó a trazar círculos en el papel. Se insultó a sí misma por no saber escribir. Quería decirle algo a su marido, y no sabía cómo.
Llegaría al mediodía, cansado y hambriento, después de haber vendido los cartones y los hierros. La noche anterior no había sido fácil. Una discusión casi sin sentido había provocado nuevos golpes, frente a la mirada impávida de sus cuatro hijos.
Con angustia y resignación siguió preparando la salsa con los tomates maduros que en una verdulería le vendían a buen precio. El recuerdo de su infidelidad aún la atormentaba. Salvador había sido para ella un buen hombre, que la quiso bien, y en reiteradas conversaciones le había sugerido que se separara. Nunca escuchó esas referencias a su matrimonio. Las represalias que sufriría no le habían permitido pensar seriamente esa posibilidad. Desde que el marido había perdido su último trabajo se había entregado al alcohol y ella era la víctima de su violencia y sus reproches.
A través de la lluvia que comenzó a caer, advirtió por la ventana que su marido se aproximaba al trote con su carro a cuestas. El crepitar del tomate natural en el aceite caliente la hizo reaccionar y puso una olla con agua sobre la boca libre del anafe. Cuando la puerta se abrió, comenzó a temblar, pero eran sus hijos que habían regresado de la escuela. Mientras les sacaba los guardapolvos mojados, él irrumpió en la casa.
-¿Todavía no está la comida lista, qué carajo hacés toda la mañana?
Pensó en contarle que había estado lavando su ropa y la de los chicos, y que había acomodado las sábanas y frazadas sobre las camas, pero una vez más optó por callar y echó los fideos al agua. Todos se sentaron a la mesa con la tenue luz que entraba por la ventana y un foco desnudo como única iluminación; apenas los colores de la ropa húmeda que colgaba de una cuerda le daban vida al lugar. Los niños hablaban bajo para no poner de mal humor a su padre y ella, que se sentaba a la mesa una vez que todos se habían levantado, les pidió al oído que comieran, mientras les acariciaba la cabeza.
Después del mediodía, él aprovechó que la lluvia se detuvo y tomó de nuevo su carro en busca de material que le sirviera como sustento a su familia. Besó a cada uno de sus hijos y se marchó. Los chicos se pusieron unas botas de goma que a su padre le habían regalado en los barrios altos y se fueron a jugar con sus amigos.
Nuevamente sola, con los trastos por lavar y la tarde por delante, rememoró aquellas aventuras con Salvador, que habían nacido con unas bromas en la puerta del colegio de los chicos; en aquellas caminatas los chistes la distraían del oprobio que padecía en su casa. Entre risas y miradas, se generó algo espontáneo, natural; hasta un mediodía en que los chicos doblaron en una esquina y él le robó los primeros besos.
Se cambió de ropa para ir al mercado con el dinero que su marido había ganado esa mañana y cuando estuvo en ropa interior cerró los ojos y recordó las caricias del amante, y sus consejos. La figura de Salvador tendido en el piso, bañado en sangre, con su marido parado al lado del cadáver, interrumpió las sensaciones gratas. Abrió los ojos para desterrar aquella imagen de su mente y respiró hondo. Tomó el dinero y cerró la puerta de chapa.
-Qué cara, mujer, ¿qué te pasa? –le preguntó una vecina.
- Nada, el Quique no me anda bien en el colegio.
Las respuestas evasivas le permitieron volver rápido a casa, con el paso raudo para evitar que la sorprendiera una nueva lluvia; el cielo seguía amenazante y cubierto por nubes obesas. Sus pensamientos continuaban teñidos de rojo sangre y sus puños tensos sostenían las bolsas del mercado.
Amenizó la tarde con unos mates y pan tostado del día anterior, y aguardó sentada a su familia con la vista fija en la ventana y en el cuchillo que allí había dejado clavado. Cuando sus hijos volvieron de jugar los mandó a casa de su madre. Les prometió que más tarde los iría a buscar. Recogió su cabello, se puso una gorra y en la oscuridad de la noche tomó el camino inverso que su marido recorría desde la estación de trenes hasta su casa.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

criminal, criminal mambo

Anónimo dijo...

MUY,PERO MUY BUENO

Anónimo dijo...

me gusta mucho, Adrian. revela tanta piedad ! y muchísimas cosas más. es bello. un abrazo

Anónimo dijo...

Loco, excelente Salvador.

Muy buenas las descripciones de los espacios, de los climas, de las situaciones y de la psicología de los personajes. Gran atmósfera de desconsuelo e impotencia contenidos. Sobretodo me emocionó la imagen de los chicos que se tienen que bancar los papos de los papis.

Te felicito nuevamente, una vez más.