martes, 26 de agosto de 2008

El gordo

La ambulancia no debe haber tardado mucho en llegar, pero a mí me pareció una eternidad. El dolor cerca del brazo izquierdo era punzante y continuo, y las pastillas que me había recetado la doctora no me hacían nada. Al principio pensé que habían sido los ravioles con estofado los que me habían caído pesados, pero enseguida me di cuenta de que era algo más jodido. Mi cuñada me convenció de llamar al hospital, y finalmente llegaron. Para subirme a la camilla se las vieron bravas los muchachitos; uno era tan flaco que parecía que los pómulos se le iban a salir de la cara y el otro, que venía mejor de músculos, mañero, supo cómo trasladar mis ciento cincuenta y dos kilos desde el sillón donde estaba recostado
En la puerta de casa, además de mi hermano y mi cuñada, me pareció ver a la vecina de enfrente, que en cuánto vio la luz de la sirena debió salir corriendo de su chalet para enterarse a quién le había tocado esta vez. Muchos viejos vivíamos en el barrio y cada dos por tres las ambulancias andaban a toda máquina por las calles, y la vecina de enfrente salía enseguida para ver dónde se estacionaba. Desde el ventanal del kiosco yo también podía ver todo lo que pasaba en la cuadra.
Me pareció que mi cuñada lagrimeaba y a pesar del malestar pude ver cómo la codeaba mi hermano. Cuando me acomodaron en la parte de atrás de la ambulancia me sentí un poco más relajado, quizás por la mascarilla de oxígeno, pero el dolor continuaba allí, agudo. En la primaria, una vez había tenido un dolor similar, justo después de unos ejercicios que nos hizo hacer la profesora Helena. Qué linda era, con su pantalón azul ajustado y su chomba blanca, con el pelo rubio largo hasta la mitad de la espalda sujetado siempre con hebillas de colores. Mi vieja decía que se hacía la pendeja, bah, a mí me gustaba igual. Lástima que a partir de cuarto grado nos pusieron al Profe González, que insistía en que yo también podía esforzarme y hacer los ejercicios que hacían mis compañeros. Con mi panza no estaba para andar dando vueltas carnero o hacer medialunas; las únicas medialunas que yo conocía bien eran las de manteca que hacía mi abuela. Que suerte tuvo la abuela, el corazón le dijo basta y se fue dormida sin enterarse.
No llegábamos más al hospital. Tenía razón mi hermano. Parte de lo que sacaba en el kiosco tendría que haberlo destinado a una pre-paga; seguro que la ambulancia hubiese tardado menos, y la clínica “Santa Rosa” quedaba mucho más cerca que el hospital. Cómo chillaban esas sirenas, me taladraron los oídos. Parecían los gritos de mi vieja cuando me encontraba con la cuchara sopera dentro del frasco de dulce de leche, y eso que mi papá le decía que me dejara en paz. ¿Qué habrá sentido el viejo antes de morirse? ¿Habrá pensado en mí? Yo sí que le daba laburo, pero era gaucho el viejo. El día que estuvo diez puntos fue cuando le arregló la bicicleta a Lucrecia, mi compañerita de sexto grado. Le dijo gracias y se fue sin mirarme, y yo que no le podía sacar los ojos de encima. Tenía el pelo negro, los ojos verdes como esmeraldas y un montón de pequitas en la nariz. Pero claro, no se iba a fijar en el gordito de la clase; ella estaba más al alcance de Nico Giménez, que podía dar hasta dos saltos mortales sin que nadie lo ayudara, o de Matías Teodorozzi, que siempre se sacaba diez en matemáticas.
La doctora que vino en la ambulancia fue tan dulce conmigo; no sé si por lo gordo, lo viejo o lo mal que me vio, pero no me soltó la mano en ningún momento. Es tan lindo que a uno le sostengan la mano, a pesar de que la tenga arrugada, regordeta y llena de venas azules y verdes. Esa sensación de que uno tiene alguien al lado, que puede contenerlo, o simplemente escucharlo, o apenas eso, tenerlo al lado. Si me hubiera casado quizás no me hubiese llamado tanto la atención ese gesto, pero en la soledad en que viví, a pesar de la compañía de mi hermano, mi cuñada y mis sobrinos, que se casaron y se fueron, un gesto de esos se hace notar.
Cuando llegamos a la guardia del hospital y abrieron las puertas de la ambulancia me bajaron tan rápido que casi me caigo de la camilla. Me pareció, por los gestos, que a mi hermano y a mi cuñada les dijeron que sólo podía pasar uno; atravesamos una cortina de cuerina marrón y me dejaron, con una nueva mascarilla de oxígeno, hasta que vino el doctor y mandó a la enfermera a pincharme el brazo para ponerme un suero. El dolor seguía ahí, clavado cerca de mi brazo izquierdo. Pensar que en la secundaria no me ganaba nadie pulseando, ni con el derecho ni con el izquierdo. Los aniquilaba en dos segundos, a Giménez, a Teodorozzi y al que se me pusiera enfrente, pero las pibas mucho no se fijaban quién ganaba las pulseadas, y menos si sabían que las ganaba el gordo del aula. Ellas estaban más preocupadas por la ropa, los peinados o por la música que les gustaba a los chicos, que creo me vieron bailar dos veces en su vida: en la fiesta de quince de una compañera (que como la madre era prima segunda de mamá no tuvo otra que invitarme) y en la fiesta de graduación de quinto año, donde me agarré un pedo bárbaro y terminé encerrado en el baño aspirando el puf porque no me daba el aire.
Aire. Eso es lo que sentía que me faltaba, a pesar de la mascarilla. Cuando volvió el médico me tranquilicé. Preguntó mis signos vitales, dio algunas indicaciones y se fue apurado a ver a uno que, me pareció escuchar, se había accidentado con una moto. Nunca me pude comprar la moto. Mi hermano siempre me decía que me dejara de joder, que no había moto que me aguantara, y además nunca tuve la guita. Yo laburaba con mi hermano en el kiosco que él tenía en el frente de su casa. Cuando mis viejos murieron me fui a vivir a lo de mi hermano, que vivía con mi cuñada y mis dos sobrinos. El “coskio”, como le decía yo, fue mi salvación; ahí me podía hacer unos mangos para mis cosas y para ir a la cancha los domingos, que era mi entretenimiento. Salir, no salía mucho. Los kilos de más hacía un buen tiempo me habían excluido de los cines, y además tampoco me daban muchas ganas En la esquina ya no paraban los muchachitos, que cuando eran todavía pibes me amenizaban la tarde con sus historias de peleas en los bailes o sus nuevos romances. Se habían casado, tenían hijos y algunos hasta nietos. Desde hacía un tiempo eran las vecinas y sus chismes quienes convertían en más liviano el paso del tiempo, y el doctor que no volvía.
El dolor se corrió hacia el centro del pecho y con una mano apenas pude pedirle a mi hermano que le avisara a la enfermera. Vino corriendo, y corriendo fue a buscar al doctor, que en cuanto llegó me comenzó a hacer presión con las dos manos contra el pecho. Resucitación no sé cuánto, lo llamaban. ¿La hubieran salvado a la abuela haciéndole aquello? Con el pensamiento le decía: apriete más fuerte, doc. Pobre mamá, no le pude terminar siquiera el secundario, y ni hablar de darle nietos. “Apriete más fuerte”, pero no hubo caso, los abuelos y los viejos me estaban esperando.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gustó la historia y la forma de narrarla. El final me resultó medio "Apurado"

Anónimo dijo...

Muy lindo y emotivo "El gordo", tanto el cuento como la persona a la que se refiere.

Estaría bueno que la TOTA, desde el agujero de alguna dimensión-otra; pudiera espiar que lo queremos.

Anónimo dijo...

Me gustó.El gordo está “redondo” en protagónico.

Anónimo dijo...

Adrian! qué buen trabajo hiciste. en el programa de los gordos hubo un caso parecido. a medida que lei, me parecía verlo.Re buena la historia y re bien escrito. Me gusta lo de la primera persona.....muy muy bueno.

Anónimo dijo...

Me gustó la historia y la forma de contarla. El final, en la última oración me resultó medio apurado