martes, 18 de diciembre de 2007

Amores aislados

"habrá que convencer a las viudas del hombre
que todavía sueñan y despiertan
a los que se quedaron sin hijos y sin rumbo
en un fatal único parpadeo
habrá que convencer a huérfanos de asombro
uno por uno habrá que convencerlos
con una verdad pobre irrefutable
que todos somos deudos de sus muertos"
Mario Benedetti

Los despertaron al amanecer y les indicaron que se pusieran el uniforme y subieran a los camiones. Los jóvenes soldados del batallón 404 de Mendoza no sabían hacia donde se dirigían; con lagañas en los ojos y temblorosos por aquella desapacible noche de abril, “Chaco” –así le decían a Ramón Fernández por su procedencia- y sus compañeros se preguntaban adonde los enviarían a esa hora y tan imprevistamente.
“Chaco” fue el primero en subir entre los de su grupo. Se acomodó entre los hierros y la lona húmeda que cubría la parte trasera del camión y extrajo de un bolsillo de su campera una foto de Felisa, su novia. Se limpió la nariz con la manga, puso la foto debajo de su pierna izquierda y extrajo de otro bolsillo una hoja de cuaderno que desde hacía tres días tenía consigo.
En Metán, pueblo natal de Ramón, Felisa no podía conciliar el sueño facilmente desde que su novio había ingresado al servicio militar. Aún cursaba el quinto año del colegio secundario y en los recreos no hacía otra cosa que pensar en su pareja, que subido ya en aquel camión, después de tres horas de viaje, se enteró que su destino era Puerto Argentino, en las Islas Malvinas.
Ramón frotó con sus manos la birome azul que un cabo le había prestado y se decidió a comenzar la carta que tenía ganas de escribir desde hacía unos cuantos días, para plasmar en aquel papel todo lo que sentía por Felisa. Escribió las primeras líneas con un compañero dormido sobre su hombro y tras completar la primera carilla, pensando una frase más, se apoyó sobre su fusil, lagrimeó un poco y decidió guardar la carta para continuar más adelante.
Cuando el comunicado Nº1 del gobierno militar informó sobre la recuperación de las Islas Malvinas, la madre de Felisa dejó de revolver la salsa de tomates que estaba preparando. Ni bien llegó su hija del colegio y recibió la noticia, se puso a llorar, imaginando que su novio podría estar involucrado en aquella gesta.
Con el paso de los días llegaron los primeros informes acerca de la invasión inglesa para recuperar las islas sureñas y la inevitable guerra en la que “Chaco” se vería involucrado.
Una vez instalados en Puerto Argentino, Ramón completó cuatro carillas más de aquella carta, donde le recordaba a su enamorada aquellos paseos primaverales a orillas del río Chajarí, cómo se habían divertido en los últimos carnavales antes de su reclutamiento y cuánto la amaba.
- ¿Todavía estás con esa carta, Chaquito? Le preguntó su compañero de trinchera.
-Y sí, si supieras cuanto me quiere la Felisa. No sabés como la extraño.
-Por lo que me contaste, lo que debés extrañar vos es el morfi de la vieja, qué bien nos vendrían ahora unos ravioles; la verdad es que estoy muerto de hambre.
Los soldados argentinos, mal comidos, y sin el abrigo apropiado para aquel recóndito lugar, luchaban con sus palas para sacar un poco de la escarcha que tenían en el suelo de la trinchera. La comida escaseaba y la comunicación entre puesto y puesto era muy mala.
Una noche, a lo lejos, “Chaco” y sus compañeros de trinchera escucharon los primeros estruendos y fueron viendo como los destellos de las explosiones se iban acercando.
Felisa rezaba todas las noches antes de dormir. Le pedía a San Gabriel que cuidara de Ramón, quien nunca llegó a enviar aquella carta, pues al momento de la rendición de su tropa aún la tenía en el bolsillo de su chaqueta.

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