lunes, 10 de diciembre de 2007

EL MOZO

Cuando un mozo sale de su casa con las últimas lumbres del día va en busca de su platita diaria, esperando que los clientes sean amables, pacientes y generosos, pero la vida del camarero nocturno no es para cualquiera, sobre todo si ya se contrajo matrimonio y más aún si se tiene un hijo
El traqueteo entre mesa y mesa, las luces de la noche, las buenas propinas y el destello de las copas y los vasos le hacen a uno todo cuesta arriba, pero lo complicado de cada jornada laboral no es el mientras, sino el después, cuando con los compañeros, previamente y según la facturación del caso, ya en los últimos tramos de la noche, comienzan a entrecruzarse guiños y gestos que auguran una salida que nadie sabe a qué hora puede concluir. Siempre está el que tarda en cambiarse, el que rápidamente está listo con su uniforme arrugado en la mochila, y las compañeras que, libres en cuerpo y alma, por fin se sueltan el pelo y se visten con aquella ropa que no antojadizamente escogieron aquella tarde.
Cada grupo, de cada restaurante, suele tener un bar cercano al lugar de trabajo dónde se hacen las primeras armas, quizás aguardando a los encargados del cierre o a aquellos que debieron atender a los últimos comensales. Luego se escoge, con el mayor consenso posible, el próximo punto de reunión, que generalmente no varía mucho, ya que al gastronómico no hay cosa que le caiga mejor que sentirse cliente, poder pedir “lo de siempre”, llamar a su colega por el nombre de pila y esas minucias que también son habituales en el común de los porteños.
Hay veladas más largas que otras, algunas interminables, y otras de un triste final, como aquella en la que con mis compañeros se nos ocurrió deambular por la tierra de la malta, dar algunas vueltas por los recovecos del vodka con speed y pegar las hurras finales con unas rondas de Margarita, una combinación de tequila, triple sec, jugo de limón y azúcar, coronada con sal y una rueda de lima.
Esa noche llegué a casa cuando el sol estaba pintando de celeste las primeras líneas del pentagrama de esta ciudad construida de espaldas al río. Colectiveros y taxistas, algunos habitantes permanentes de las calles y el encargado de la panadería de la vuelta me vieron llegar tambaleante a destino. A unos diez metros de la puerta del edificio saqué el llavero y comencé ahí mismo una batalla con lo sonoro: todo debía realizarlo sigilosamente. Tomé la llave que en su parte plana tiene cavidades de distintos tamaños y profundidades y la introduje en la cerradura. La puerta principal, por suerte, no fue mayor obstáculo en mi regreso al dulce hogar. Las plantas y flores secas que adornaban el hall de entrada estaban inmóviles como siempre. Los sillones de caña color caoba con almohadones blancos me invitaban a descansar, pero debía seguir mi camino sin interrupciones. Me detuve frente al espejo y analicé un poco mi imagen: ojos vidriosos, ojeras algo acentuadas y la barba que parecía ya estar asomando
Iba a subir por el ascensor, pero evaluando que vivía en el segundo piso, opté por la escalera; el ascensor irrumpiría en aquel silencio como la erupción del Vesubio frente a los ojos de una incrédula Nápoles. Cuando subí los veintidós escalones que me separaban del primer piso, el caniche del “C” dio tres ladridos que me aturdieron. Me quedé quieto y se calló. Fue entonces cuando decidí sacarme los zapatos y llevarlos en la mano.
Al llegar al segundo, cuando estuve parado frente a la puerta de mi departamento, me insulté a mí mismo por haber guardado las llaves de nuevo en la mochila. Apoyé los zapatos en el piso, me puse en cuclillas y abrí el cierre de aquel bolsillo con cuidado. Agarré el llavero y con la habilidad de un punguista separé la llave correspondiente a la cerradura de abajo de la puerta de casa. Hacía tiempo que mi mujer había decidido cerrarla con una sola traba para que yo hiciera el menor ruido posible al llegar.
Finalmente estuve adentro. Pensé en ir a tomar agua a la heladera, pero no quise siquiera que aquella luz se encendiera. No era conveniente. A ciegas dejé la mochila arriba del sillón del living y con aire victorioso me dirigí hacia el cuarto. Mi mujer en nuestra cama y la beba en su cuna dormían plácidamente. Me saqué la remera, los pantalones y las medias, y de manera prolija intenté dejar todo en el piso. Al tantear la almohada recordé que estaba puesto el juego de sábanas que hacía dos semanas le había regalado a mi señora para el Día de la Madre. Decidí disfrutar de aquella tersura por completo y también me quité el calzoncillo. La sonrisa victoriosa era casi plena. Me senté en la cama, abrí las sábanas, me oculté bajo ellas, y me puse de espaldas a mi señora, imaginando que entre sueños podría oler mi aliento impregnado de alcohol.
El roce con las sábanas me produjo una pequeña erección. Como de la nada vino a mi mente la figura de Claudia, una de las camareras que había entrado al restaurante dos meses atrás. No tenía un cuerpo ni un rostro especialmente agraciados, pero su sonrisa y el brillo de sus ojos me habían llamado la atención desde el primer día. Su manera de hablar y de mirarme cuando le explicaba algo concerniente al trabajo me producían un cosquilleo adolescente.
No podía creerlo. Me invadieron unas súbitas ganar de orinar, que traían aparejadas otra vez una aventura llena de posibles ruidos que me delatarían ante mi familia. Pensé en aguantarme pero rápidamente supe que sería imposible. Debía levantarme, ir hasta el baño, tomar la decisión de tirar o no la cadena y volver a la cama. Sin tropiezos. Sin ruidos.
Me levanté y fui tanteando paredes hasta toparme con la puerta del baño. Nunca dudé: no encendería la luz. Entré al baño, y con sumo cuidado cerré la puerta. Cuando quise apoyarme en la pared noté que en lugar de los azulejos había un empapelado rugoso. Estaba perdido, desorientado. Cuando me di vuelta y vi el círculo rojo flotando en la oscuridad lo comprendí todo. Estaba en el pasillo, con la puerta del departamento cerrada, sin llaves, desnudo y con unas ganas tremendas de mear.
Quise pensar. Me rasqué la cabeza pero no tardé mucho en darme cuenta que la única solución era tocar el timbre y despertar a mi esposa, y quizás a la beba. Todo aquel combate con los ruidos había sido en vano. Ya nada tenía sentido.
Sólo hizo falta que llamara una vez para que mi mujer se levantase. Cuando abrió la puerta con los ojos entrecerrados, el cabello revuelto y la paciencia colmada, al verme completamente desnudo en el pasillo, sólo atinó a preguntarme:
_¿ Qué hacés así?
_ Permiso - le dije cubriéndome con una mano y la hice a un lado -, me estoy meando.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Buenisimo!!!! es muy interesante cuando los relatos, más llá del uso del pronombre y del lugar del narrador tienen identidad de género. Este, para mi es un auténtico texto varón.

vicky

adrian tanus dijo...

me gusto mucho este cuento y también QEPD. Te felicito y espero seguir leyendo lo que vayas publicando

Anónimo dijo...

un pedo para 7 gracioso!!! pero cuando te acostaste estabas en otro dpto?