martes, 8 de abril de 2008

Volví al fulbo.com

Después de catorce meses sin ir a ver fútbol, el sábado (5 de Abril) asistí al estadio Ciudad de Vicente López para presenciar el partido que debía jugar el equipo del cual soy simpatizante. Lo fui planeando en el transcurso de la semana previa, en la que por casualidad me enteré que jugábamos (es el sentido de pertenencia, que se recupera enseguida) contra un clásico rival.
A través de los benditos mensajes de texto me fui comunicando con mis viejos compañeros de cancha y comenzamos a concertar la cita: “a las 13:30 en lo de Carlitos”, un kiosco con una pequeña barra al fondo, con sus paredes repletas de fotos de Manu Ginóbili (¿?), las heladeras provistas de cervezas frías y la panchera pronta para saciar el hambre de aquellos que no llegaran a almorzar en su casa. Como el inicio del partido estaba programado para las tres y media había tiempo suficiente para anoticiarse de la actualidad del equipo, de las cuestiones laborales de los muchachos y hasta para conocer a la nueva pareja de uno de ellos, que debutaba en estos menesteres de ver fútbol en vivo sin el televisor delante.
Cuando la charla ya era profusa y distendida nos llamó la atención la presencia de tres móviles policiales: era la custodia del micro que conducía a los jugadores y directivos rivales hacia el estadio. No había porqué estar nerviosos ya que algunas cosas habían cambiado desde la última vez que había ido a la cancha: en las categorías de ascenso del fútbol argentino los hinchas visitantes no pueden ir a los estadios. Ahí recordé que para curar la rabia los organismos encargados de la seguridad habían tomado el camino más corto: matar al perro.
A las tres y cuarto nos dispusimos a caminar las cuatro cuadras que nos separaban del club. Una vez que compramos las entradas, hicimos la fila para que los agentes policiales designados para el operativo nos palparan con el fin de encontrar púas, facas, cuchillos, cinturones con hebillas de metal o cualquiera de las armas utilizadas, por ejemplo, días atrás por los integrantes de las distintas facciones de la barra de River Plate, en una lucha encarnizada por tomar el poder, tener acceso a las entradas gratuitas (y revender las que sobran), manejar el negocio de los estacionamientos en las adyacencias del estadio y un montón de otras yerbas (y polvos).
El momento en que ingresé al estadio y alcancé a divisar la grama fue tan mágico como la primera vez, y como la última. Un sol pleno acompañó la jornada y pude disfrutar de una sensación única para el hincha: estar en cuero mirando a su equipo. Debo confesar que de a ratos me perdí las acciones de juego observando el ambiente que me rodeaba. Me llamó la atención la gran cantidad de mujeres adolescentes (capullos en jeans ajustados y musculosas) y la reaparición de los bombos murgueros, que hacía unos cuantos años habían sido prohibidos en el ámbito de la provincia de Buenos Aires.
En el entretiempo (mi equipo ya ganaba dos a cero) me puse al tanto de algunos cambios que se sucedieron en mi larga ausencia entre los adalides de la barra. Las caras eran las mismas pero yo no había sido el único que se había ausentado por un tiempo, aunque supongo que los motivos fueron distintos.
Comprobé en el transcuarso del segundo que el cancionero no se había renovado mucho y que mi memoria (emotiva) aún funcionaba. Reparé que en casi todos los cantos se hacía mención al poco valor de los hinchas de otro club o que simplemente se los insultaba, y cuando mi equipo hizo el cuarto gol me di cuenta que a ese festejo le faltaba una parte: al no haber hinchas visitantes no había a quien cargar, por lo tanto casi que perdía sentido. ¿Qué gana uno si no pierde otro? Las cosas están de ese modo, así que tuve que disfrutar de un cuatro a cero sin tener a nadie en la vereda de enfrente.
A la salida decidimos con mis amigos analizar el partido reciente y recordar viejas anécdotas de cancha en un bar lindante con el kiosco donde hicimos la previa. Después de tomar unas cervezas y de comer el choripán que no comí en el entretiempo, saludé a todos y me fui a mi casa sonriente. El cielo estrellado auguraba un buen domingo. Decidí que debía levantarme temprano para comprar el carbón y la reaparecida carne argentina. El 4 a 0 y mi familia se merecían un buen asado.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

ESA !! Que no se pierda la crónica de cancha o ficción futbolera !

Anónimo dijo...

tengo una duda: �de qu� equipo sos?contame. Me encant� el relato, es muy"presente" en tiempo real

Anónimo dijo...

peor que comer fideos con tuco sin queso de rallar y beber gaseosa sin gas que el rival no pueda ver a su equipo imaginate la bronca de esos tipos privados de su pasion disfrute o sufrimiento condenados a la tv o la radio