sábado, 17 de noviembre de 2007

Q.E.P.D. (II)

Cada sábado ella llegaba hasta el cementerio con su ramo de claveles rojos y blancos, en alusión a los colores del equipo de fútbol del cuál su hijo era simpatizante. Saludaba a los hombres de la entrada principal, que a fuerza de verla los mismos días y a la misma hora ya la reconocían, y al ingresar le daba un beso a los pies de una imagen de Jesús tallada en mármol, donde dejaba en un florero un clavel de cada color.
Siempre vestía una pollera gris, un saco de hilo negro, y usaba el cabello recogido. Los anteojos oscuros la acompañaban aún en los días nublados y en la cartera llevaba un alambre fino que usaba para atar las flores y que quedaran juntas.
Después de pasar por la zona de los nichos doblaba a la izquierda para rezar un Padrenuestro en la pequeña capilla. Si coincidía con alguna misa, esperaba que ésta terminara para orar en soledad, bajo un vitreaux con la figura de San Pedro. Al salir de allí, tras reclinarse y persignarse dos veces, caminaba en dirección de la tumba de su hijo, que estaba detrás del crematorio.
Algunas veces se detenía en el camino para ver en qué condiciones estaba la sepultura de una prima que poca gente visitaba; cada tanto le llevaba algún ramo de siempre vivas. Al llegar finalmente a destino, sacaba de su cartera una franela naranja y lustraba el acrílico que protegía la foto de Mariano, quien se había accidentado fatalmente en su motocicleta.
Doblaba la franela, la guardaba, quitaba las flores que había dejado el sábado anterior y las apoyaba en el piso. Tomaba la vasija y en una rejilla situada a unos quince metros arrojaba el agua. La cargaba con el agua que traía en una botella plástica de medio litro y acomodaba los claveles, intentando que quedasen intercalados los blancos con los rojos. Los ajustaba un poco con el alambre y arrodillada a un costado rezaba un Credo. Luego le hablaba al frío mármol, como si su hijo pudiese escucharla, y le contaba las novedades de su familia:
_ Cómo verás, papá sigue prefiriendo no venir. Dice que no puede, que le hace mal, que recordarte en vida es lo mejor que puede hacer.
A veces no podía contenerse y su monólogo era interrumpido por un sollozo que luego se convertía en llanto. Cuando así sucedía, se quitaba los anteojos, secaba sus lágrimas con un pequeño pañuelo y se agachaba para poder besar la foto de quien fuera su único hijo. Abrazada a la lápida, se serenaba, encontraba cierta paz. Besaba nuevamente la foto, acomodaba una vez más los claveles rojos y blancos y trabajosamente se ponía de pie. Permanecía quieta unos minutos, en silencio. Luego se marchaba con pasos cortos, casi sin levantar los pies del asfalto, sin darse vuelta ni una sola vez.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me gustó mucho la historia, muy sentida aunque un poco triste. Mariano

Anónimo dijo...

me gusta esto loco.. me gusta las pilas y el proyecto.. diversos textos, distinos flashes.. evolucion, pensamiento y sentimiento..